Corrupción y muchedumbre
¿Quieren, de verdad, los manuales de ESO señalar el origen de la impávida corrupción española? No es difícil. Se llama Ley Orgánica del Poder Judicial. La hizo aprobar Felipe González en el año 1985
Leo, anteayer en El Debate, la doctrina que, acerca de la corrupción, despliega un oficial libro de texto que será infligido a alumnos de la ESO. Cito: «La monarquía es el gobierno de una persona; …estas formas pueden corromperse si quien gobierna no lo hace buscando el bien común. Ejemplo de ello es la tiranía, el gobierno de una sola persona que antepone su bien particular al común». En suma: uno puede corromperse más que varios. Compartida por muchos, la corrupción es –Chaves y Griñán sirvan de ejemplo– variedad política de la filantropía.
En un ser precario y al tiempo consciente de ello, es este de la corrupción un problema mayor. Al cual Aristóteles dedicara íntegro el más bello de sus tratados: «Acerca de la generación y la corrupción». Su línea argumental es cristalina: llamamos vivos a aquellos organismos cuyos elementos están en permanente flujo de composiciones y descomposiciones, de génesis y de corrupción; en el límite, de nacimiento y muerte. Lo no sujeto a tal dinámica queda fuera de lo que llamamos naturaleza. «La corrupción de una cosa es la generación de otra y la generación de una es corrupción de la otra». Tal, el juego que rige el vértigo natural de lo mutable: en la planta que absorbe pútrido guano antes de ella misma madurar y pudrirse, como en el animal que absorbe vida en los alimentos que reduce a deshecho, antes de que le llegue la hora de ser él mismo un despojo. La corrupción es la vida: su sinónimo menos agradable.
Claro que eso, que es un dato biológico, puede extenderse a los artefactos complejos con los cuales trabaja la política. No a una variedad. A todas. El mismo Aristóteles le da esa descripción. Pero puede que el más nítido análisis de esa cadena de cíclicas corrupciones que constituye el ser de todas –todas– las variedades de Estado lo haya proporcionado Maquiavelo. Seis variedades de Gobierno, escribe en sus Discursos sobre Tito Livio, son posibles: «Tres de ellas son pésimas, las otras tres buenas en sí mismas, pero tan fáciles de corromperse que acaban también por ser perniciosas». Y pasa a describir los tránsitos, que la corrupción guía, de unas a otras. «El principado con facilidad da en tiranía, los patricios acaban en oligarcas, los populares decaen en licenciosos». Y vuelta a empezar. Concluye de esto el florentino, con lúcida desgana, que la política es el imperio de «la similitud entre virtud y vicio». Que disparan la corrupción más vertiginosa.
No hay poder –como no hay cosa humana– que no se corrompa. Cuando, en el siglo XVIII, Montesquieu desarrolle la doctrina de la independencia y confrontación de poderes, a ese dilema buscará poner freno: freno, no cura. Cada poder del Estado desplegará su conflicto frente a los otros, vigilando su podredumbre, sus degeneraciones. No hará desaparecer la corrupción, que es herencia de nuestra estirpe. Pero podrá, tal vez, acotarla y regularla. Puede ser que por eso, lo primero que hizo el PSOE, al llegar al poder en los ochenta, fuera dar muerte a Montesquieu y dictar una ley que permite a los partidos nombrar a todos los miembros del Gobierno de los jueces. ¿Quieren, de verdad, los manuales de ESO señalar el origen de la impávida corrupción española? No es difícil. Se llama Ley Orgánica del Poder Judicial. La hizo aprobar Felipe González en el año 1985. Su password: que los corruptos sean muchedumbre.