Putin, que soñó ser Stalin
Putin soñó ser Stalin, cuando dio el gran salto del KGB al Kremlin. Ucrania lo despierta ahora ante el abismo. Y sus viejos colegas afilan los cuchillos. ¿Quién dará el jaque mate?
«Un acertijo envuelto en un misterio, dentro de un enigma». El ingenio de Churchill podía ser, en 1939, benévolo o envenenado. La Rusia de Stalin acababa de firmar su pacto con la Alemania nazi. Todo aparecía incierto. No era un acuerdo sólo de no agresión. Incluía el reparto de Finlandia, Polonia, la Repúblicas Bálticas y algún otro pellizco menor. El pacto duró dos años. Acertijo, misterio y enigma perseveraron.
Cuando Rusia inició la invasión de Ucrania, hace siete meses, todos pensábamos que se iniciaba un aterrador paseo militar. El segundo Ejército del mundo hacía rodar su apisonadora sobre un país menor, hasta hacía poco devorado por conflictos internos. Que el presidente Zelenski no se rindiera de entrada, nos pareció admirable. Pero sentimos la pesarosa de certeza de que su aniquilación iba a consumarse muy pronto. Era, en el fondo, lo mismo que sus asesores militares habían garantizado a Putin: una «operación especial», ni siquiera una guerra; un acción depurativa que duraría una semana o, como mucho, dos.
Enseguida descarriló todo. La operación de comando que debía haber asesinado a Zelenski en las primeras veinticuatro horas se despeñó en el vacío. La toma de Kiev, prevista para la primera semana, hizo de los blindados rusos almacén de chatarrería. Pasados los plazos vertiginosos que les habían sido prometidos, los soldados rusos se encontraron con que nadie había previsto su abastecimiento. La fuerza aérea no comparecía. El paseo militar quedó estancado en un marasmo de incompetencia y muerte… Hasta que, la semana pasada, se produjo lo militarmente inimaginable: una contraofensiva ucraniana que ha hecho retroceder al Ejército ruso en aquellos territorios sobre los cuales su asiento bélico y social debía ser más fuerte. «Un acertijo envuelto en un misterio, dentro de un enigma», desde luego.
Hay una parte puramente militar en el desastre ruso. Ni el Ejército era la imponente máquina que todos en occidente habíamos creído, ni su modernización había seguido los vectores que se daban por supuestos. Las tropas han exhibido la nula moral de combate que las hizo huir a las primeras embestidas de un enemigo que se les juró inexistente. La logística no ha existido. Y la alta tecnología militar que occidente –con la triste excepción de España– proporcionó a los ucranianos no ha encontrado respuesta operativa en el gigante de Putin. El arcaísmo militar ha resultado pasmoso en lo que se suponía casi invencible Ejército ruso.
Pero el fiasco militar no explica todo. Si ese fraude castrense ha podido darse es porque un poder autocrático puso todos sus esfuerzos, no en fortalecer la realidad rusa, sino en magnificar su mitología. Y detrás de esa mitología mastodóntica no había nada: «parirán los montes; nacerá un ridículo ratón», que diría el más festivo Horacio.
Rusia, que entró en la guerra como primera potencia, saldrá de ella –acabe del modo en que acabe– como país de tercer rango. Con un Ejército lamentable; con una economía en escombros; con un poder político, cuyo sostén policial hace aguas por todas partes. Putin soñó ser Stalin, cuando dio el gran salto del KGB al Kremlin. Ucrania lo despierta ahora ante el abismo. Y sus viejos colegas afilan los cuchillos. ¿Quién dará el jaque mate? Es vana la pretensión de profetizar eso: Rusia sigue, como siempre, siendo aquel «acertijo envuelto en un misterio, dentro de un enigma» del ingenioso Churchill del año 1939.