Chaves, Griñán: nostalgias del Viejo Régimen
El mundo en que vivimos tiene fecha y lugar de nacimiento. 1789, 23 de junio, Versalles. En la sala del Hôtel des Menus Plaisirs
Olvidamos muy deprisa. Y ya ni recordamos que la igualdad ante la ley es un invento reciente: poco más de dos siglos. Griñán y Chaves, al menos, sí parecen sopesarlo. Su petición –o, tal vez, su exigencia– de no pagar en la cárcel lo que un común ciudadano pagaría –lo que unos cuantos en las prisiones españolas están, de hecho, pagando– por los mismos delitos por los que fueron ellos condenados, no reposa sobre un simple arrebato de soberbia. Se saben miembros de un distinto estamento: de un distinguido estamento, al cual no es de justicia aplicar las mismas reglas de juego que a la plebe. Saben que mandar es siempre de derecho divino. Y que no hay vulgar mortal que pueda compararse a los que mandan.
Recordemos.
El mundo en que vivimos tiene fecha y lugar de nacimiento. 1789, 23 de junio, Versalles. En la sala del Hôtel des Menus Plaisirs, en donde está reunida la asamblea de los Estados Generales, Luis XVI dicta su mandato: «Os ordeno, Señores, que os separéis de inmediato. Y que mañana os dirijáis a los locales que han sido designados para cada uno de vuestros estamentos». Sale el rey, salen los nobles, sale en parte el clero. El «tercer estado» permanece inmóvil. Como maestro de ceremonias, el marqués de Dreux-Brézé interpela a los indisciplinados. Mirabeau lo fulmina: a fin de cuentas, Dreux-Brézé era sólo marqués, Mirabeau era conde. El pobre diablo retrocede sin dar la espalda a la asamblea –«como se hace ante los reyes», anotará Michelet–. Y la asamblea se proclama única representante de una ciudadanía única. La sociedad estamental ha muerto.
No es una muerte retórica. Es el final de un mundo, en el cual cada estamento jugaba con reglas diferenciadas. En lo que a justicia compete, las leyes bajo las cuales era juzgado un campesino en nada se parecían a aquellas a las que debía someterse un clérigo; aún menos, un aristócrata. Ni eran iguales los jueces, ni, por supuesto, eran siquiera comparables las condenas. A un clérigo podía juzgarlo sólo un tribunal eclesiástico. Un noble estaba obligado a comparecer únicamente ante el tribunal del point d´honneur, establecido por Luis XIV, y las cuentas que hubiera de rendir concernía fijarlas sólo a sus iguales en nobleza. Es eso lo que 1789 abole. Y lo que chocará con ásperas guerras sobre el continente hasta cerrarse en lo que hoy nos parece una intemporal evidencia: que iguales tribunales deban juzgar a todos con las mismas leyes y aplicando condenas idénticas para idénticos delitos.
¿Más de dos siglos? No es tanto. Lo saben bien Griñán y Chaves. Lo han sabido, desde siempre y hasta hoy, los políticos españoles: el peso de la ley aquí es para los inermes ciudadanos. Implacable. Los que mandan nunca pagan; o pagan de distinto modo. Sea quien sea el que mande. Contabilicen, si lo dudan, cuánto tiempo de su condena cumplieron Barrionuevo y Vera antes de ser indultados.