¡Pobres bestias!
Siempre juzgué a los gatos infinitamente superiores a los humanos (por eso nunca tuve uno). Pero ser sujeto de derecho exige una condición que el gato no tiene: la de pactar con palabras un contrato llamado ley
Llamamos derecho a una red de normas, pactada entre sujetos hablantes. Desde la Grecia clásica. «Los que hablan con inteligencia, preciso es que se apoyen sobre aquello que es común a todos, a la manera en que se apoya sobre la ley una ciudad y con aún más fuerza». Eso común, que evoca Heráclito, es la lengua. Y las leyes no hacen sino dar cuerpo escrito a aquello en lo que todos los que la hablan son idénticos.
«Los que hablan»: no hay otra clave de la ley. Aquellos que hablan están, en primer lugar y como todo en la naturaleza, bajo el imperio universal de los conflictos, porque «la guerra es padre y señor de toda cosa». Las leyes son el instrumento que les permite reducir la violencia material mediante un sistema reglado de imposiciones simbólicas, de normas y proscripciones: de palabras, en suma, que fijan lo que puede ser hecho y lo que es inadmisible. Ese pacto ata a quienes pueden contraerlo: los que pueden discutirlo en una comunidad; lo que es lo mismo, los humanos. Sólo. Porque la ley es un acto de lenguaje.
Desbarrar sale gratis. Hacer de nuestros desbarres ley sale carísimo. Moralmente, sobre todo. Aunque no sólo. «Ley de protección de derechos y bienestar de los animales», título preliminar, disposiciones generales, artículo 1, punto 1: «Esta ley tiene por objeto establecer el régimen jurídico básico en todo el territorio español para la protección, garantía de los derechos, y bienestar de los animales de compañía y silvestres en cautividad». Una tenue sospecha de estar delirando ha debido cosquillear el cogote del legislador, que matiza así la extraña textura de ese «derecho». Punto 2: «Se entiende por derechos de los animales su derecho al buen trato, respeto y protección, derivados de las obligaciones que el ordenamiento jurídico impone a las personas».
«Se entiende por derecho… ¡su derecho!». Vale que el redactor no tenga noticia del principio lógico que prohíbe que lo definido entre en la definición: que por «derecho» se entienda «derecho» es, al cabo, hallazgo digno de un verdadero bestialista. Que distinga al sujeto de derecho (la bestia) del sujeto de ordenamiento jurídico (la persona, esto es, el animal hablante) mueve a estupor. ¿Qué demonios puede ser un sujeto jurídico que no lo es más que por metáfora de su propietario?
No pongo en duda el afecto que puede ligar un hablante a un no hablante. Y confesaré que siempre juzgué a los gatos infinitamente superiores a los humanos (por eso nunca tuve uno). Pero ser sujeto de derecho exige una condición que el gato no tiene: la de pactar con palabras un contrato llamado ley. Y, si de afectos se trata, se me ocurren un montón de trastos –empezando por los libros de mi biblioteca– millones de veces más dignos de amor que la inmensa mayoría de mis conciudadanos. Pero ese amor que les pueda tener yo no los dota ni de lenguaje racional ni de reglas pactadas en las cuales materializar su jerarquía.
A principios del siglo XIX, y ante el proyecto de un impuesto a los perros, alguien lamenta: «¡Pobres perros! ¡Quieren tratarlos como si fueran humanos!» No saben lo que se les viene encima.