Cien años después
Meloni no es tan torpe. Ni está senil. Y sabe que, en Italia, no cabe otra supervivencia que la que financia la UE y protege la OTAN. Y que Rusia es, para eso, un engorroso obstáculo
La conversación hará mañana un siglo. Enfrenta, en Florencia, a dos inteligencias poco comunes. Israel Zangwill es autor de algunos de los más bellos retratos literarios del judaísmo inglés; ha viajado a Italia como observador de la Union of Democratic Control, a mitad de camino entre liberalismo y laborismo. Su interlocutor es Curzio Malaparte, a quien el jefe de los camisas negras locales ha mandado buscar para que le traduzca lo que parece una épica bronca del británico, arrestado por los brigadistas nada más bajar del tren. Es 27 de octubre. 1922. «Era el primer día de la insurrección», anota Malaparte.
El veinteañero italiano queda atónito al reconocer al autor de Los soñadores del gueto. Y se esfuerza, como puede, por dar una versión muy suavizada de sus protestas. Puede que, con otro traductor, Zangwill hubiera pasado, como mínimo, la noche en comisaría. Y, ya en la calle, el joven escritor no pierde la ocasión de conversar con quien es, no sólo un literato consagrado, sino un pensador político de prestigio. Zangwill persevera en su enfado. Y, más aún, en su desconcierto: «La revolución de Mussolini no es una revolución. Es una comedia». «No llegaba a entender», escribe Malaparte, «cómo se puede hacer una revolución sin barricadas, sin combates en las calles y sin aceras llenas de cadáveres». Y eso le impedía entender la «táctica insurreccional moderna» de Mussolini.
Los dos tenían razón. Más que una comedia, la «marcha sobre Roma», que empezaba esa noche, era una circense payasada. Hubiera bastado oponerle una mínima fuerza armada para barrer aquella cochambre sin apenas coste. No se hizo. Porque el golpe había sido ya dado; en silencio. La marcha era movimiento escénico. Pero el futuro autor de La piel sabía lo que al sobrio británico le parecía locura: que, en política, lo escénico prima sobre lo real; más aún, lo configura.
Una perezosa tentación metafórica lleva a algunos, estos días, a echar mano de la coincidencia de ese aniversario –en el que se inicia el tiempo de la tragedia europea– con la toma de posesión de Giorgia Meloni. Cien años después. Pero una metáfora no suple nunca el peso de un análisis. Y de aquella Meloni que iniciara su andadura política en el mussoliniano MSI de Giorgio Almirante, queda muy poca cosa. Fratelli d’Italia es hoy una fuerza inestéticamente reaccionaria, anacrónica si se quiere. Pero no tiene ni uno solo de los atributos monopartidistas y antiparlamentarios que son condición del fascismo. La escena es ahora otra. Y otros los riesgos. Ni mayores ni menores: otros.
Hoy, la verdad, el único gestor de algo que pueda asemejarse a un fascismo –y que es, en cualquier caso, un inequívoco totalitarismo– se llama Vladímir Putin. Con el cual un Berlusconi empeñado en caricaturizar a Berlusconi parece estar viviendo en éxtasis de amor loco. Meloni no es tan torpe. Ni está senil. Y sabe que, en Italia, no cabe otra supervivencia que la que financia la UE y protege la OTAN. Y que Rusia es, para eso, un engorroso obstáculo.