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Palabra de honorCarmen Cordón

Gusanos o chuletón

Quieren que nos traguemos que nuestras costumbres tocan a su fin. Por el bien del planeta, de las farmacéuticas o de las vacas de Holanda, pero a mí me parece que es más bien por su bien

Actualizada 01:44

Que no estés paranoico no quiere decir que no te estén siguiendo. Asustada estoy. Mi móvil está al acecho de todas mis palabras, boca arriba, boca abajo, paseando o charlando. Le ignoro y él se enciende excitado, vibra, propone planes, recetas, ropa; hasta ha tenido la desfachatez de mandarme una camiseta con un diseño rockero sobre lo superguay que es tener 55 años ahora que se acerca mi cumpleaños (conste que sigo teniendo 54). El caso es que ayer, sin razón aparente, recién levantada, Instagram me esperaba encendido de alertas circulares con unas palabras del señor Guterres de la ONU hablando de las terribles catástrofes que nos acechan: «El mundo está en peligro y paralizado por las tensiones geopolíticas», decía entre medidos silencios; «la guerra, la crisis alimentaria, el cambio climático acechan», volvía a callar solemne el secretario general. Le corté, demasiado para estar recién levantada. Aun así, algún algoritmo maléfico dictaba más catástrofe para mi desayuno y bajando por la pantalla, entre glaciares derretidos e inundaciones catastróficas, salía un colegio holandés en el que estaban dando gusanos a los niños a ver si así dejaban de pedir chuletón (no hay sitio para más vacas ni sus pedos venenosos) y, de nuevo, la ONU acechante, las olas de calor causarán una escasez «infernal» de alimentos y tantas muertes como el cáncer. Eso sí, todos tranquilos, estos grandes desastres se podían afrontar con una «gran coalición mundial» que imagino ellos liderarán. Apagué y me centré en mi reconfortante taza de Earl Grey (Made in China, por cierto).

Desde hace unos años tengo la sensación de ir sistemáticamente contra corriente. Es ese tipo de sensación en la que tú sabes que hay que circular por la derecha y, sin embargo, todos corren en tromba en sentido contrario. Empezaron por aplaudir felices los confinamientos ilegales que nos arruinaron mental y económicamente, luego todos al matadero del pasaporte covid a por vacunas experimentales, tras las cuales continuó el ritmo de contagios (cualquiera les llevaba la contraria en público). La corriente llegó a los colegios, donde convierten en «popular influencer» a cualquier niña «Ana» a la que le dé por pedir que la llamen «Federico» (mientras sus padres no se enteran ni del nodo); y trending topic para la ley que permitirá que la niña en cuestión castre hormonalmente su pubertad o incluso se someta a amputaciones irreversibles o que posibilita que un «Manolo», de pelo en pecho y genitales acordes con su sexo, pase a autodenominarse «Manola» (con un mero trámite en el registro) y culebree por vestuarios de niñas, la cárcel de mujeres para pasárselas por la piedra (al final Manola resulta ser lesbiana) o se vaya de rositas por darle una paliza a otra mujer pues sería chica contra chica.

Y otra vez la ONU, dale que te pego, con el cambio climático y sus catástrofes; y yo a contracorriente porque vi con mis propios ojos en Svalbard (pleno Polo Norte) bosques de helechos fosilizados bajo el hielo milenario donde ahora no crece nada (o sea antes del hielo había bosque)… Explica Rafael del Pino en su artículo «El declive de la razón en Occidente» que la población de osos polares ha aumentado, que el coral de la gran barrera australiana está en máximos desde hace 35 años, y que la superficie de bosques y de hielo del Ártico crece (ha revertido su tendencia y 2021 es el segundo año con más hielo desde 2003). Eso no lo veremos en las noticias ni el rebaño que circula al despeñadero lo quiere leer.

Y yo me pregunto ya casi desfondada de tanto empujón hacia atrás: ¿A qué viene tanta catástrofe, tanto comegusanos contra comechuletón, hombre contra mujer, tanto gay contra no gay? ¿Por qué ese afán por acabar con lo nuestro, lo de toda la vida, lo que funciona?

Porque el mundo funciona, y cada vez mejor.

Durante miles de años existencia del hombre fue dura, breve y se limitaba a la mera subsistencia. En 1900 la esperanza de vida media en España era 35 años (el 10 % de los niños que nacían morían sin cumplir un año y en uno de cada cien partos moría la madre) Ya no pasa. Hoy, la mayoría de las mujeres sobrevivimos al parto, la tasa de mortalidad infantil ha caído un 99 por ciento y nuestra esperanza de vida sobrepasa los 80 años. ¡Son buenas noticias! La mayoría de los españoles tenemos calefacción y aire acondicionado, neveras aprovisionadas, tenemos tecnología, accedemos a información presionando unas teclas; enviamos dinero, compramos y recibimos todo tipo de bienes fabricados en países lejanos cuyo precio es una fracción de lo que costaba hace décadas (véase mi taza de te). Y a todo este bienestar material hay que sumarle las libertades individuales de las que disfrutamos (siempre que esa gran coalición mundial salvadora de la que Guterrez habla lo permita). Un niño que nazca hoy en España jamás sufrirá esclavitud o tortura. De momento, nadie va a la cárcel por sus opiniones o credo. Podemos vivir con quien deseemos, tener tantos hijos como queramos, abrir empresas y, hasta ahora, lo normal era que al morir nuestro nivel de riqueza sea mayor que el de nuestra juventud. Que no nos vendan motos, el mundo libre occidental funciona. Nuestros ancianos y dependientes están protegidos. Nadie los tira por un peñasco al nacer como hacían en Esparta. Los hombres hemos unido conocimiento y fuerzas y el mundo es mejor. Mucho mejor.

Miren el hambre de Somalia, la falta de libertad de Venezuela, o China donde vimos hace unos días cómo sacaban a la fuerza al antiguo presidente. Miren en Irán donde mueren en silencio por no llevar velo. Somos un caso de éxito, un ejemplo de convivencia. Es más, el resto del mundo quiere vivir así. No es perfecto, pero es mejor que el mejor mundo que conocemos. ¿A qué viene intentar echarlo a perder? ¿Qué interés tienen los grandes organismos en sumirnos en el fracaso y la depresión? ¿Por qué cambiar lo que funciona?

No debemos someternos al pesimismo alimentado por (como los llama Javier Benegas en su libro La ideología invisible) aquellos que aspiran desde dentro y desde fuera a convertirse en el nuevo motor de la historia, y legitiman que las principales leyes se carguen nuestras costumbres y los derechos individuales que tanto ha costado lograr. Quieren que nos traguemos que estas costumbres tocan a su fin. Por el bien del planeta, de las farmacéuticas o de las vacas de Holanda, pero a mí me parece que es más bien por su bien. Que no el nuestro, porque entre gusanos o chuletón yo lo tengo claro.

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