Memoria de los muertos
Antes de que llegáramos a ser la sociedad bárbara en que nos hemos mutado, antes de estas noches de adolescentes, borrachera y ruido de Halloween
En rigor, no hablamos nunca de la muerte. En eso, la sabiduría de Epicuro y de Lucrecio es inapelable: cuando yo, no ella; cuando ella, no yo. La muerte es el absoluto que acota nuestras vidas: el único verdadero absoluto en la vida de un hombre, del hablante que la sabe ineluctable y que sabe nada saber de ella que no sea nada. «El peor de los males, la muerte –deja escrito el maestro griego–, nada significa para nosotros, porque mientras vivimos no existe y cuando está presente nosotros no existimos». Y, en bello hexámetro latino, cristaliza su conclusión Lucrecio, el mejor discípulo: «Nada es la muerte y en nada nos afecta». Recuerdo haber leído ese nil igitur mors est…, no hace mucho, sobre una lápida del cementerio civil madrileño. No sin cierta desazón: ¿por qué y para quién y con qué anhelo dejar constancia de que no estarás, cuando sabes que no estarás? Pero es que todo cuanto se relaciona con la muerte habla en paradojas.
En rigor, no hablamos nunca de una muerte en cuya enormidad todo cuanto de ella pretendiéramos decir resultaría risible. Hablamos de los muertos. De aquellos que, vivos, fueron centro de nuestras vidas. Esos cuyos recuerdos siguen poblando –hablemos de ello o no– nuestros sueños o nuestra pesadillas, también nuestros inconfesos monólogos silentes. Y, antes de que llegáramos a ser la sociedad bárbara en que nos hemos mutado, antes de estas noches de adolescentes, borrachera y ruido a las que llaman Halloween –200 cadáveres en Seúl–, mucho antes de eso, en una prehistoria que aún algunos recordamos, había un día en el cual dar escena a la inmensa memoria de «los padres, que, como ruinas de montañas –dice Rilke– descansan en nuestro fondo». La liturgia de la visita al cementerio daba escena a un empecinado esfuerzo de no olvidar, de no olvidar nunca. Y en esa perdida guerra contra la transparencia del olvido, hay una chispa de la dignidad que aún, muy tenue, se resiste a la barbarie. Y en éstos que perseveran, pese a todo, anualmente ante los ausentes, se me antoja percibir un aliento del mismo épico empeño que Virgilio traba en torno al descenso de Eneas hasta la morada de los muertos: «Iban oscuros por las sombras, bajo la noche solitaria / y por las moradas vacías de Dite y los reinos inanes».
Pero sabe Virgilio, y Eneas sabe, y saben estos que cada año vuelven al lugar en el que reencontrarse con la memoria de los que no retornarán, que no es el puerto de llegada lo que importa: es el océano de luz y sombra por el que una vida humana hubo de extraviarse. Marco Aurelio: «Te embarcaste, surcaste mares, atracaste: ¡desembarca!» A eso se reduce todo. A la aventura. Y al enigma que los versos de Auden explicitan y saben indescifrable: «¿Qué sucede con los vivos cuando mueren? / La muerte no es entendida por la muerte: tampoco por ti, tampoco por mí».