El liderazgo alemán
Alemania tiene todo el derecho a seguir la política exterior que considere oportuna para defender sus valores e intereses. Sin embargo, no es de recibo que mantenga una posición en Bruselas y otra en Beijing
Alemania es la primera potencia europea en términos demográficos y económicos. Su situación geográfica, en el centro del Viejo Continente, les sitúa en la proximidad de muchos de los Estados europeos. En pleno proceso de integración continental y en el marco de un cambio de época, de una profunda crisis económica y de una quiebra del «orden liberal», el Gobierno de Berlín tiene la obligación, que no la opción, de proponer políticas coherentes para superar la situación de la mejor manera posible.
Alemania es un país marcado por dos guerras mundiales y el Holocausto, lo que le lleva a una acción exterior limitada, salvo en los aspectos comerciales, donde se muestra segura de sí misma. La gravedad de la actual situación no se puede entender sin tener en cuenta la errónea estrategia seguida con Rusia, a pesar de que se le avisara insistentemente a lo largo de los años de los riesgos que conllevaba. Es verdad, no sólo Alemania desarrolló una política errónea, pero su responsabilidad es mayor.
El Gobierno de Berlín tardó en rectificar, lo que era comprensible dado el acuerdo político y el compromiso empresarial con la anterior estrategia. De mala gana llegó el mea culpa y los nuevos compromisos, recogidos en las declaraciones de la Unión Europea y en el Concepto Estratégico de la Alianza Atlántica. Rusia era formalmente una «amenaza» y China un «riesgo sistémico». Comenzaba una nueva época y con ella el reto de mantener a ambas entidades cohesionadas en torno a un nuevo posicionamiento.
El canciller alemán ha viajado a Beijing acompañado por un importante número de empresarios. Es la primera visita de un mandatario europeo desde el inicio de la guerra de Ucrania. No de cualquier mandatario, hablamos del canciller de la primera potencia continental. La visita trató de ser modificada por la diplomacia francesa, haciéndola conjunta. Se trataba de proyectar la imagen de que se estaba representando a la Unión. Alemania rechazó la oferta e insistió en que era una iniciativa alemana que respondía a intereses alemanes.
Mientras tanto, el Gobierno alemán aceptaba que la empresa china COSCO asumiera el control de una de las terminales del puerto de Hamburgo, a pesar de la preocupación del bloque occidental por la creciente influencia china en la gestión de puertos en todo el planeta. Era un gesto de buena disposición que se enviaba desde Berlín a Beijing para facilitar las negociaciones comerciales. El canciller Scholz ha hecho declaraciones sobre la importancia de la relación entre ambos países, marcando distancias con la diplomacia norteamericana y, sobre todo, con las posiciones oficiales de la Unión Europea y la Alianza Atlántica.
Alemania tiene todo el derecho a seguir la política exterior que considere oportuna para defender sus valores e intereses. Sin embargo, no es de recibo que mantenga una posición en Bruselas y otra en Beijing. ¿Cómo se compagina la demanda de convertir a la Unión en un «actor estratégico» con la reivindicación de una autonomía alemana determinada por sus intereses económicos? ¿Cómo reconocemos que China es un «reto sistémico» mientras Alemania refuerza allí sus inversiones? ¿Cómo es posible que Alemania reconozca el error de asumir dependencias críticas en el pasado con Rusia para ahora incrementarlas con China?
Desde Moscú y Beijing se da por sentado que el bloque occidental carece de la cohesión necesaria para mantener el pulso recogido en el Concepto Estratégico aprobado en Madrid. El tiempo les dará o no la razón. De lo que hoy ya no tenemos duda es de que el viaje del canciller alemán ha ofrecido al mundo una imagen de debilidad e incoherencia realmente sorprendente. Tanto es así que las voces críticas han surgido del propio Gobierno y del conjunto del parlamento alemán. Los medios de comunicación tratan de explicar tamaña incoherencia. La frágil mayoría parlamentaria se resquebraja y veremos si es capaz de aguantar el resto de la legislatura.
Scholz nos ha convencido de que Alemania no está en condiciones de liderar la Unión Europea. Su posición política es débil y su diplomacia errática e incoherente. No nos engañemos, no hay alternativa. Francia, la segunda gran potencia, está igualmente dividida… Quizás no sea el momento de reivindicar la condición de «actor estratégico». Seamos más humildes y sensatos, tratemos de poner orden en casa y exijamos a nuestros dirigentes un mínimo de coherencia.