Por el placer del amo Sánchez
¿Volverá el elector a pasear en hombros al individuo que inauguró su carrera política plagiando una tesis doctoral y la culminará promoviendo un nuevo referéndum de independencia para Cataluña?
¿Volverá alguien a votar al presidente que ha destruido lo que quedaba de autonomía judicial en España? ¿Habrá quién pueda dar todavía alguna confianza al hombre que proclamó ser el amo de la Fiscalía a todos los efectos y para todas las funciones? ¿Respaldará en las urnas algún demente al sujeto que ha compartido gobierno con los asalariados de Irán y los discípulos de Chávez y Maduro? ¿Tendrá todavía alguien el ánimo de acercarse a las urnas para aceptar, cabeza gacha, el mando de quien se avino a gobernar mediante consenso con sujetos a los que el Supremo había condenado como autores confesos de un golpe de Estado secesionista? ¿Habrá quienes agachen la cabeza para halagar al jefe que transformó leyes y normas constitucionales a la medida exacta de sus intereses y de los intereses de los delincuentes que mantenían en pie su Gobierno? ¿Al hombre que tuerce ahora la ley para legalizar los golpes de Estado y las malversaciones de dinero público? ¿Volverá el elector a pasear en hombros al individuo que inauguró su carrera política plagiando una tesis doctoral y la culminará promoviendo un nuevo referéndum de independencia para Cataluña?
En términos de racionalidad política se hace impensable que haya un solo voto –fuera de los comprados con favores, corruptelas y enjuagues clientelares– que pudiera caer del lado de tal espécimen. Pero es que no vivimos en racionalidad alguna. La locura emotiva en la cual se mueve nuestra política es el peligro mayor de la España actual.
Allá por el lejano siglo XVII, Baruch de Spinoza resumía el comportamiento libre con una fórmula en la cual se cifran los ideales modernos: «No burlarse, no lamentar ni detestar las acciones humanas; tan sólo, entenderlas». La política española vive en la estúpida arrogancia de un «anti-Spinoza»: la suicida pretensión de que emociones y afectos marcados por una única conmoción de hace ahora casi un siglo –la de 1931-1939– blinden esa infranqueable trinchera entre «los míos» y «los otros» que quien haya leído al escalofriante Carl Schmitt de 1932 sabe hasta qué punto es el umbral de un conflicto civil, sobre cuyas tempestades cualquier gobernante puede siempre erigirse en déspota a bajo precio.
Leyendo, en estos días, el bello libro que José Sánchez Tortosa dedica al más manoseado de los conceptos modernos, La libertad desnuda, doy con esta referencia a Jean Paulhan, que quizá sea el retrato más fiel de la España envilecida en que vivimos: «Paulhan registra el caso de un grupo de esclavos negros que en la isla de Barbados fueron agraciados por la abolición de su condición en 1838». Y que suplicaron a su antiguo amo, un tal Glenelg, ser readmitidos como esclavos suyos, de inmediato. El desposeído amo les explicó que eso era legalmente imposible. Ante su negativa, aquellos añorantes del perdido yugo lo lincharon. Y Jean Paulhan concluye –y concluye, con él, Sánchez Tortosa– que «es que los esclavos de Glenelg estaban enamorados de su amo y no podían prescindir de su esclavitud».
Como esclavos enamorados, habrá aún quienes antepongan el placer del Amo y Doctor Sánchez al suyo propio. ¿Serán muchos? Yo temo que bastantes.