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Ojo avizorJuan Van-Halen

Fraga

Fraga nunca dejó de estar abierto al consenso, pero siempre fue fiel a sus valores y a sus principios. Fue un hombre de Estado en la reinstauración de la Monarquía con Juan Carlos I como lo había sido Cánovas en la de Alfonso XII

Actualizada 10:26

Se acaba de cumplir el centenario del nacimiento de Manuel Fraga. Le conocí cuando él tenía 39 años y yo 17. Un día me lo preguntó en el Senado: «¿Desde cuándo nos conocemos?». Se lo dije. «Yo era joven pero tú eras un niño», contestó. Aquel «niño» fue fichado años después por el ya ministro de Información y Turismo como asesor de su Gabinete. Fueron los años de la ley de prensa, del «boom» turístico, bikinis incluidos, de la llamada «operación Príncipe»… Allí cuajé una amistad sin fisuras con una de las personas más interesantes que he tratado, Gabriel Elorriaga, que tanto me enseñó, con el que coincidiría mucho más tarde en el Senado. Fraga cesó como ministro en la amplia crisis de Gobierno de 1969 en la que ganaron los llamados tecnócratas en detrimento de los entonces aperturistas. Yo volví al periodismo.

Uno de mis curiosos recuerdos de Fraga va unido a Carl Schmitt. Me lo presentó y me dedicó su libro Teoría de la Constitución; se apagó la luz y Schmitt firmó bajo una vela que sostenía Fraga. Mantuve la relación con Fraga hasta su muerte. Desde su paso por la dirección general de «El Águila» hasta nuestra coincidencia en el Senado. Él, que había pasado por el Congreso de los Diputados, el Parlamento Europeo y el Parlamento Gallego me confesó un día en Santiago que su tía Amadora, a la que adoraba, se dolía al no haber sido senador; a ella le parecía muy importante. Al final lo fue.

Le visité repetidamente en Londres durante su etapa de embajador y luego le seguí, fuera de la militancia primero, desde dentro después, y siempre desde la admiración, en su gran obra política: la construcción de un vigoroso centroderecha en España. Su personalidad fue tan rica que admite luces y sombras. Como todos los hombres eminentes Fraga tiene su leyenda. Se le atribuyen hechos que nunca protagonizó y frases que nunca pronunció. Hasta Wikipedia le manipula y miente. Es el anecdotario.

Los listillos zurdos atribuyen a Fraga los sucesos de Vitoria, (3 de marzo de 1976) como ministro de la Gobernación; pero ocultan que Fraga se encontraba en Alemania y el ministro que le sustituía era alguien de cuyo nombre no quiero acordarme. Lo mismo ocurrió con los enfrentamientos en Montejurra (9 de mayo de 1976), cuando Fraga estaba de viaje oficial en Venezuela, y otro ministro, de cuyo nombre tampoco quiero acordarme, asumía su cartera. Y en cuanto a la frase «La calle es mía», reiteradamente adjudicada a Fraga, nunca la pronunció. Y no quiero decir que Fraga, con su fuerte carácter, no hubiese podido pronunciarla en el sentido de «la calle es del Gobierno, la calle no es de quien la tome vulnerando la ley». Pero no lo hizo.

Mirando con lupa su vida nadie pudo acusar a Fraga de una deshonestidad. Era un hombre honrado y un probo servidor público, un intelectual, un político con principios, un académico, un jurista, y, en definitiva, un hombre de bien. Sus más de ochenta libros, algunos fundamentales como sus estudios sobre Saavedra Fajardo o Cánovas, sobre el sistema político inglés o el estadounidense, o el clásico La crisis del Estado, acreditan su dedicación intelectual. Cuando le dije que entre mis antepasados figura Francisca de Quiroga-Fajardo, familiar próxima de don Diego, se alegró y así lo expresó en la dedicatoria de su libro.

Cuando Fraga murió hace diez años, Santiago Carrillo recordó «su valentía». Presentó una conferencia suya en el Club Siglo XXI, en 1978, con lo que aquel acto representó. Quien había comenzado su vida política en el franquismo creó y encauzó un amplio centro-derecha que entonces impidió en España una derecha dura. Su aparición posterior, ya muerto Fraga, se debió a errores que con él no se hubiesen producido. Gregorio Peces-Barba, que le conocía bien, adelantó en su día que Fraga pasaría a la historia como un hombre de Estado.

Haber colaborado con Fraga a través del tiempo, haber formado parte de aquellos inolvidables maitines en Génova con Robles Piquer, Rato, Aznar, Ruíz-Gallardón, Baón, Beotas y otros históricos, haber presidido una Comisión Nacional de Cultura irrepetible, con personalidades de primera: Gregorio Marañón Moya, José García Nieto, Juan de Ávalos, Rafael de la Hoz Arderíus, Luis Cervera Vera, Carlos Murciano, Francisco Garfias… son experiencias impagables.

Fraga nunca dejó de estar abierto al consenso, pero siempre fue fiel a sus valores y a sus principios. Fue un hombre de Estado en la reinstauración de la Monarquía con Juan Carlos I como lo había sido Cánovas en la de Alfonso XII. Los dos, Fraga y Cánovas, eran hombres de la cultura, del pensamiento, y al tiempo hombres de acción.

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