Monstruos de la memoria
En naciones con gobiernos responsables la memoria de su historia no se asienta en el odio y en la mentira sino en la superación de los desencuentros
En las últimas semanas he buscado tiempo para la relectura. Ya escribió Baroja que releer es volver a descubrir, aunque don Pío se confesaba un mal lector. A vueltas con la traída y llevada memoria histórica, democrática o lo que sea, he regresado a lecturas que vendrían bien a algunos de nuestros políticos. Se conforman con el catón partidista. Y así nos va.
La Inglaterra de Cromwell, el Lord Protector, que acabó siendo una dictadura militar, cortó el cuello al Rey Carlos I y, sin embargo, la regeneración posterior la inició su hijo Carlos II, una vez agotada en poco más de diez años la peculiar fórmula republicana. La historia salvó muy pronto a las dos facciones en pugna reconociendo sus luces y sus sombras.
La Revolución Francesa llevó a la guillotina a Luis XVI y a María Antonieta entre miles de realistas y moderados. Danton y Robespierre, entre otros prohombres radicales, cayeron en su propia máquina de matar y Marat fue asesinado. La sangrienta revolución desembocó en el Imperio, y éste en el retorno a la Monarquía borbónica. La aristocracia de aquellos soldados napoleónicos que llevaban en las mochilas los bastones de mariscales se mezcló con la vieja aristocracia de la sangre. Después –la historia no utiliza reloj sino calendario– los revolucionarios de la Bastilla, Napoleón y los Borbones fueron salvados, juntos, por el tiempo.
Miembros del Partido Republicano portugués asesinaron en Lisboa al Rey Carlos I en 1908. En el mismo atentado murió su hijo y heredero, el príncipe Luis Felipe. Cien años justos después, el 1 de febrero de 2008, el entonces presidente de la República Portuguesa, Aníbal Cavaco Silva, inauguró en Cascais una gran estatua del Rey asesinado. Se celebró solemnemente en Portugal el centenario de la República. Mientras, el actual jefe de la Casa de Braganza reside en una casona de Sintra, a los pies del impresionante Palacio de la Peña, hoy propiedad estatal, en el que residieron sus antepasados. Paralelamente, los historiadores y periodistas detectan un creciente interés investigador por la etapa histórica de Salazar, más objetivo y alejado de revanchismos.
En estos casos y en tantos otros que se podrían recordar incluso con mayor sorpresa, la Historia ha sido respetada. Es un error reescribirla, falsearla, manipularla a gusto del consumidor. La historia moderna de España no ha conocido un regicidio y acaso por ello ciertos activistas de la nada sacan a relucir guillotinas y otras memeces en sus ataques a la Monarquía. Los revolucionarios de 1820 en Cabezas de San Juan, de Riego y Quiroga para abajo, respetaron a Fernando VII, el «Rey felón»; les traicionó. Pero sin regicidios y con traiciones hemos conocido, y padecido, la falsificación de la historia.
Un ejemplo relevante se vivió en la que debería haber sido una conmemoración señera, la última en el tiempo: el bicentenario de la Guerra de la Independencia, de su principio y su final, 1808-1814. En 2008 y 2014 la celebración resultó ramplona salvo honrosas excepciones. En cierto sentido la conmemoración respondió al complejo de algunos para hablar de la independencia nacional mientras apuestan por independencias localistas sin más poso histórico que el inventado.
Mucho antes de la conmemoración del primer centenario de aquella guerra, en 1908, se popularizó definitivamente, y así lo acoge la historiografía española, el nombre de «Guerra de la Independencia» con el que hoy conocemos aquella contienda.
Aunque resulte sorprendente, en España no hay actualmente unanimidad sobre esta denominación. La mayoría de las obras debidas a historiadores catalanes y el plan docente en Cataluña, por motivos políticos que son más que evidentes, denominan «Guerra contra el francés» a la Guerra de la Independencia. Es chocante, y aún más si tenemos en cuenta que el movimiento guerrillero, columna vertebral de la lucha por la independencia nacional, contó con muy significados catalanes, como Barceló, Baget, Clarós, Eroles, Manso, Milans del Bosch, Rovira y Llobera, entre tantos. Muchos pasaron de improvisados guerrilleros, comúnmente de origen rústico, a ostentar la faja de generales.
Llamar en Cataluña a la Guerra de la Independencia «Guerra contra el francés» refleja ignorancia y afán de apostar por la diferencia. No resulta justa ni históricamente cierta esa generalización «contra el francés». Hubo no pocos militares franceses de nacimiento u origen que, enemigos de la Revolución y de Napoleón que era su consecuencia, lucharon en España contra los imperiales. Bastantes de ellos alcanzaron el generalato: Bassecourt, Saint-Marcq, Bessières, Balanzat, el conde de Espagne, Coupigny, vencedor en Bailén con Castaños, o De Fournas, que se distinguió en el sitio de Gerona, y muchos personajes más.
Después de estos juegos malabares político-históricos no debemos extrañarnos demasiado de que se siga tratando de reescribir la historia sobre la Guerra Civil que terminó hace más de ochenta años. Como en el aguafuerte de Goya «el sueño de la razón produce monstruos». En este caso el monstruo es ganar una lejana guerra perdida. Detrás hay intereses económicos de asociaciones «para la memoria» y de fundaciones ligadas a sindicatos y a partidos de izquierda que si no mantienen abierta esa herida no cobran.
En naciones con gobiernos responsables la memoria de su historia no se asienta en el odio y en la mentira sino en la superación de los desencuentros. En España desde los gobiernos de Zapatero a la apoteosis manipuladora y mentirosa de Sánchez se ha apostado por lo contrario.
- Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando