No les llamen «progresistas»
Ser progresista es otra cosa bien distinta y desde luego no es patrimonio de la izquierda política y menos de la que hoy nos gobierna
Ya sabemos que Sánchez lleva a España por el mal camino, muy lejos de la democracia y de la tradición constitucional europea; y muy cerca, cada día más, del mesiánico modelo bolivariano. Lo hace, además, muy aprisa, sin sosiego, como si tuviese miedo a que le descubriesen el truco. Por eso anda buscando como sea el apoyo de algunos magistrados a los que alguien califica de progresistas. No les vuelvan a denominar de semejante manera. El campo semántico de la palabra progreso es tan noble y esperanzador que no puede verse contaminado con la mezquindad intelectual y política de alguno de esos. Lo escribo con conocimiento de causa. De hombres y sus limitaciones están hechos los magistrados.
No se le puede llamar progresista a un magistrado que desprecia a sus compañeros de tribunal, ni a otro que cree que por nacer en Bilbao o en Barcelona se tienen más derechos que los que nacimos en Galicia o Andalucía. Eso es pura reacción, nacionalismo arcaico al más viejo estilo. El progreso es todo aquello que nos hace mejores, aquello que nos hace más justos, más libres, más cultos, más solidarios, más felices… nada de lo que está planteando Sánchez se orienta a ese objetivo. Muy al contrario, el torrente de iniciativas legislativas encaminadas a maniatar a los jueces, a permitir la corrupción económica de los políticos o, por ejemplo, a dejar libres a asesinos, golpistas y delincuentes sexuales. Nada de eso nos lleva por la senda del progreso.
Me niego, por tanto, a llamar progresistas a los cinco magistrados que apoyan desde su trinchera ideológica al actual Gobierno socialcomunista. Llámenles izquierdistas, izquierdosos, prosocialistas, simpatizantes del comunismo… como ustedes quieran, siempre que no perviertan el lenguaje y sus significados. Ser progresista es otra cosa bien distinta y desde luego no es patrimonio de la izquierda política y menos de la que hoy nos gobierna. Su desprecio a los consensos y a los contrabalances de nuestra democracia los sitúa más en el bando de vetustos nacionalismo que en una democracia moderna. No hay ninguna ley divina, de la Naturaleza ni de los hombres que diga que una persona es superior a otra. Los magistrados izquierdistas del Constitucional creen que sí. La historia no los absolverá: quedarán en un rinconcito de esa crónica.