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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Don Severo

Buen camino, señor de Liébana

Actualizada 01:30

De vez en cuando, nuestro Pequeño Mundo –Giovanni Guareschi–, nos desborda. Ramón Pérez-Maura, que forma parte de la tierra sobre la que vivo, me entenderá. Alguien escribió que el periodismo consistía en informar a los lectores del fallecimiento de Kurt Aughentaller , al que no conocían los lectores. Ya he narrado el resbalón del Times. Se hallaba pachucho el duque de Bedford, que había cumplido sesenta años como suscriptor del diario londinense. El Times, según sus directivos y lectores, jamás se equivocaba. Pero Bedford reaccionó con moderado enfado al leer la noticia de su fallecimiento: «Ha fallecido en su Castillo de Surrey Su Gracia el Duque de Bedford». El duque no se molestó por leer su muerte, que antes o más tarde le haría la visita definitiva. Se encocoró porque el Times, su Times, se había equivocado. Y como no deseaba que su periódico rectificara, llegó a un acuerdo con su director. Al día siguiente, en la sección de Natalicios, se publicó: Ha nacido el Duque de Bedford. El orgullo inglés quedó a salvo.

Hablo del Pequeño Mundo que nos desborda. La mayoría de los lectores de El Debate se sentirán indiferentes y lejanos cuando lean que ha fallecido don Severo a los 95 años de edad. Don Severo Rivas. Con sus manos, piedra a piedra, levantó en Cosgaya, municipio de Camaleño, senda pindia hacia Fuente Dé, el Hostal El Oso. Toda su vida, a las 5 de la mañana, don Severo, severamente vestido haciendo honor a su nombre, se presentaba en el mercado para hacerse con las mercancías para su restaurante. Así desde su juventud hasta su otoño y su largo invierno. Y cruzando la carretera, mandó levantar el hoy internacionalmente famoso Hotel el Oso, donde se prueba el mejor cocido lebaniego del Valle, entre los hayedos y robledales habitados por el oso, el corzo y el jabalí. En noviembre, esos hayedos frondosos e invencibles se pintan de color siena, como escribió un lebaniego ilustre y tenaz, don Eduardo García de Enterría.

Don Severo al mando del hotel, siempre ocupado al completo, Cari, su mujer, administrando la cocina, y sus cuatro hijas, Ana, Teresa, Irene y Cari, en el comedor. Dos turnos, tres turnos, los que fueran necesarios, sin perder el señorío y la sonrisa.

Tienen sobrado derecho, con las cosas que están sucediendo en España, que los lectores se pregunten: –Y a mí, que no conocía ni Liébana ni a don Severo, ¿qué puede importarme su fallecimiento?–. Harían bien en rectificar su escepticismo. Cuando muere un español que ha levantado un prodigio madrugando durante 95 años, sin dejar de trabajar ni un día, sin perder un detalle de su establecimiento, sin dejar de interesarse por la comodidad y felicidad de sus huéspedes, el que ha muerto es un español excepcional en una sociedad socializada en la indolencia, la ausencia del esfuerzo, el desprecio al mérito y la vagancia general. Don Severo se mantuvo firme, altivo, clarividente, agudo y pendiente de los suyos y de lo suyo hasta pocas semanas antes de dar el salto hacia la otra dimensión. Y esas pocas semanas, manteniendo la firmeza y la serenidad, a sabiendas de su crepúsculo, dispuesto, pero no rendido, ante lo inevitable. Miraba los bosques y los prados de Liébana, sus verdes enfrentados, los neveros que coronan la Peña, que allí son tan orgullosos, que a los Picos de Europa, esa chulería alzada por Dios, le dicen sencillamente La Peña. Se ha ido un español excepcional, extraordinario, que levantó con sus manos su hogar y su negocio, que creó riqueza, que situó a Liébana en los sentimientos de decenas de miles de visitantes. Un trabajador único, lo que hoy se entiende por emprendedor, esa nueva cursilería.

Con la misma distinción de su natural elegancia, el gran lebaniego se ha marchado. Que le sople la brisa a sus espaldas en el camino hacia el abrazo de su mujer, que la senda se allane a su paso, y que reciba en los misterios de Dios la recompensa y el premio por su vida ejemplar, familiar y trabajadora. Junto a Cari, también le aguardará la figura gigantesca de Manolo Escalante, su gran amigo. En mi Pequeño mundo, hoy domina la tristeza, y también la esperanza.

Buen camino, señor de Liébana.

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