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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Bigotes

Francisco Camps, inocente y absuelto –no hay otra salida– en su sexta comparecencia ante la Justicia. Francisco Camps, culpable de no haber interpretado el peligro de los abrazos del Bigotes

Actualizada 01:30

Francisco Camps ha vuelo a sentarse en el banquillo de los acusados después de haber sido absuelto en nueve ocasiones por el presumible delito que se le atribuye una vez más. Según parece, la Fiscalía se ha tomado muy en serio la declaración ante el juez socialista De la Mata de Álvaro Pérez, conocido como «El Bigotes», si bien al ingresar en prisión se los afeitó para presentar su rostro con la inocencia del culo de un niño. Ante el enfado de la Fiscalía, la funcionaria Dora Ibars desmintió rotundamente las falsedades de Pérez declarando que jamás recibió de Francisco Camps instrucción alguna. Lógicamente Camps, a pesar del pacto establecido entre el delincuente Pérez y la Fiscalía, será declarado inocente, y por ende absuelto, una vez más. Y una vez más, muestro mi satisfacción por ello.

En una sola ocasión he coincidido con Pérez, el Bigotes. Y acudió a saludarme con desmedida efusión. Yo ignoraba que se llamaba Álvaro, se apellidaba Pérez, se le motejara como el Bigotes, y viviera en Valencia. Se acercó a mí, y me abrazó. Fue en el Club Siglo XXI, donde se celebraba uno de los habituales coñazos equidistantes que organizan las Segrelles. Creo recordar que se trataba de una conferencia de José Bergareche, recién nombrado consejero-delegado de ABC, que era mi periódico. José Antonio Zarzalejos, el entonces director de ABC, nos rogó a los columnistas nuestra presencia, y yo perdí el tiempo pero me presenté, si bien no aguanté en el salón de conferencias la homilía de Bergareche de la A a la Z. En la C, me incorporé y me instalé en el bar. Y en el bar estaba el Bigotes, que me abrazó. Intento ser medido en mis gestos. Jamás había abrazado, y menos aún, experimentado la sensación de ser abrazado por un desconocido. Su aspecto era peculiar, inmerso en el más alto grado de la cursilería. «Este tipo es un fresco», me dije. Me elogió, me puso por las nubes, y a Dios gracias, otro desertor de la prédica de Bergareche, un desertor de categoría, Antonio Mingote, me rescató. Mingote, que tampoco conocía al Bigotes, fue calurosamente abrazado. «¡Qué chico más cariñoso!», me comentó en plena huida a toda pastilla rumbo a la calle de Juan Ramón Jiménez.

El abrazador tiene menos dignidad que el agradador de Jerez o el Puerto. El agradador sólo tiene un objetivo. Agradar al que le alquila su agrado durante una noche de copas o de flamenco. El abrazador, de acuerdo con la experiencia vivida y compartida con Mingote, abraza con emotividad a cualquiera, y si ese cualquiera es observador, su emoción no le emociona, sino al revés. Cuando me fui enterando de lo de la Gürtel, me alegré sobremanera de no haber sido abrazado por el Bigotes en una segunda ocasión.

Si Francisco Camps ha cometido un delito, y de alta gravedad, es el de haber confiado e intimado con un tipo como Pérez, que no engaña a nadie, porque desde la lejanía, se advierte que se trata de un fresco como la copa de un pino. Ese, y no otro, ha sido el delito cometido con reiteración y alevosía por Francisco Camps. Claro, que un personaje tan serio y displicente como José María Aznar invitó a Correa y al Bigotes a la boda de su hija en El Escorial. Correa, de chaqué y por la Lonja escurialense, recordaba a Michael Corleone en El Padrino III a su llegada a la Santa Sede. Y si Aznar no preguntó quién era ese tipo, Camps no puede ser culpable de no intuir la catadura del Bigotes.

Francisco Camps, inocente y absuelto –no hay otra salida– en su décima comparecencia ante la Justicia. Francisco Camps, culpable de no haber interpretado el peligro de los abrazos del Bigotes.

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