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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Tamames contra los zombis

Los necios han comenzado a exhumar los innúmeros Ramón Tamames que se fueron quedando por el camino en estos tres cuartos de siglo. Si no fueran necios, entenderían lo único que eso significa: que Ramón Tamames vivió. Y aún vive

Actualizada 01:30

Uno podría soñar la vuelta del pasado. Pero la edad de la ingenuidad pasó. Hace mucho. No hay retorno. Sí, memoria. Más melancólica cuanto más lúcida. Porque el que evoca sabe que el tiempo no es el camino al final del cual está la muerte. Que la muerte la hemos ido transitando en cada instante del tiempo: en las múltiples vidas a las que un hombre finge la unidad que sabe falsa: ésa a la que registros de nacimiento y defunción dotan de una consistencia que es sólo administrativa; y a la que un perversísimo invento llamado Documento Nacional de Identidad enmascara de partícula inmutable.

Cada año, de los muchos de mi docencia, alumnos indiferentes han aguantado, con paciencia, mi misma boutade al comienzo del curso: «Piensan ustedes tener una identidad; la tienen; es un código alfanumérico, que los pondrá de por vida a los pies de Hacienda». Eso es todo. El DNI es idéntico. Siempre. Su portador, no. Bastaría que todos los ciudadanos quemasen al unísono la diabólica tarjetita de plástico semiflexible, para que «libertad» pudiera empezar –sólo empezar– a significar algo. No lo haremos.

Comienzan, en estos días, las majaderías en torno al largo y tumultuoso río que fue –como todas las vidas– la vida, sin embargo poco común, de Ramón Tamames. Y hasta hay quienes descubren, atónitos, que, en distintos pasajes de su historia –y de la historia–, Tamames ha sido muchos personajes. Distintos. ¿Y quién no? ¿Hay alguien que haya permanecido idéntico a un paradigma prefijado desde la cuna al ataúd? Lo hay. Los manicomios conocen su nombre: psicótico paranoide. Curioso animal humano que no se cree –como los indoctos fantasean– Napoleón. Que se cree Él; él mismo. Y que, en esa identidad compacta, disfruta de un goce supremo: carecer de dudas por carecer de preguntas. Posee la dura perseverancia de los adoquines. Y es difícil –los psiquiatras demasiado bien lo saben– sacar a un adoquín de su gozo inerte. Ser hombre es muy desasosegante. Tanto cuanto el San Agustín que medita sobre el torrente del tiempo lo enseña; tanto cuanto el agustiniano Quevedo lo cristaliza en su cegador endecasílabo: «Soy un fue y un será y un fue cansado».

Los necios han comenzado a exhumar los innúmeros Ramón Tamames que se fueron quedando por el camino en estos tres cuartos de siglo. Si no fueran necios, entenderían lo único que eso significa: que Ramón Tamames vivió. Y aún vive. Cosa que, para su desgracia, no puede predicarse de la mayor parte de estos que fingen un estupor que legitime su instalación intemporal en siempre lo mismo: su ser cadáveres andantes, su integrar aquel incontable ejército que Bram Stoker llamaba el de «los no-muertos».

Porque sólo de lo muerto se predica la identidad, enseñaba Aristóteles hacia el inicio de su bello De la generación y la corrupción, que, más en rigor, deberíamos traducir como De la vida y la muerte. Y sí, claro que «la corrupción (o la muerte) de una cosa es la generación (o la vida) de otra, motivo por el cual el cambio nunca se detiene». Y en ese cambio, en ese enterrar a cada instante a aquel que en cada instante previo hemos sido, se cifra la única pizca de sabiduría que está al alcance de un hombre. Sabiduría. O libertad: es lo mismo.

Muchos son los motivos que me mueven a juzgar arriesgada –demasiado– la apuesta parlamentaria de Tamames. Y uno solo –¡más cuán seductor!– el que me lleva a congratularme en ella: que aquel que fue tantas y tan notables cosas, el que sabe que nada del pasado retorna nunca, haya decidido ahora ser lo imprevisto: lo que le dé la gana. Para reírse del tropel que grazna, analfabeto, a un ala y otra del Congreso. No servirá de nada, desde luego. Será gozoso. Y basta.

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