Pasar un buen rato
En las atardecidas norteñas invernales, se puede y se debe perder el tiempo
Después de nacer, crecer y vivir en Madrid durante setenta años, la vida en un pueblo resulta un regalo insuperable. Además, cuando se vive en pleno ocaso, se agradece la lentitud del paso de las horas de cada día. Cualquier desplazamiento se me antoja como un viaje a Laponia. El sol se acuesta y mi cuerpo no necesita salir a otro lugar que no sea mi casa y sus bibliotecas. Repaso y hojeo libros que tenía abandonados. De no ser así, de vivir en Madrid, jamás habría aprendido que la enfermedad causada por la inhalación de partículas finas se conoce por pneumonoultramicosilicovolcanoconiosis, y que, las personas que no creen en la validez de la transubstanciación, les guste o les moleste, se denominan antitransubstanciacionalistas, hallazgo que me ha parecido bastante interesante. Todo ello gracias al repaso de la 'Miscelánea Original de Schott', cuyo autor, Ben Schott, sin duda alguna era un pelmazo. Pero me ha ayudado a pasar el rato a la espera del informativo de las 21 horas de cualquier cadena de televisión, a cuyas noticias renuncio. Resulta curioso cómo se paraliza el mundo desde las 15 horas hasta las 21 horas. No sucede nada. Los informativos –por poner un ejemplo, los de Antena3–, son idénticos cuando se emiten por la tarde a los que se divulgan por la noche. Quizá una pequeña trifulca entre vecinos porque el del piso 3º A oye la música a excesivo volumen y en el 2º B, un impedido de 86 años no puede conciliar el sueño. Los informativos se han convertido en crónicas de sucesos que ocupan el 90 % de su tiempo programado. Donde haya un maltrato, la guerra de Ucrania sobra. Y por supuesto, lo del tío Berni, que todavía no le han llegado información al respecto ni al diario de Pepa Bueno ni a Jordi Évole, ese muchacho que parece siempre que se acaba de levantar de la cama.
En Madrid, siempre hay alguien que te llama para tomar una copa, para comer o para recordarte que a las 8 de la tarde, ora en los Jesuitas de Serrano-Maldonado, ora en San Fermín de los Navarros, ora en el Cristo de Ayala, ora en los Carmelitas hay un funeral por el alma de un difunto conocido al que va el «todo Madrid». Un todo Madrid que se divide. La mitad asiste al funeral, y la otra mitad aguarda el final del oficio religioso en los bares cercanos para hacer la cola de los sinceros pésames cuando se deduce que la Misa ha finalizado. Aquí apenas hay funerales, porque son pocos los que viven, y por ende, menos los que fallecen. Ha anochecido. Retomo la Miscelánea de Schott, y me topo con una bomba de relojería. Ocho Reyes birmanos fallecieron de forma violenta. A Theinko los mató un campesino por comerse sus pepinos. Así como se lee y suena. Tabinshweti fue decapitado por sus chambelanes. A Narathihapate le obligaron a ingerir veneno. Y Minrekyawswa, Nandabayin, y Uzana fueron aplastados por sus elefantes. Anawratha murió corneado por un búfalo. Setenta años en Madrid y sin enterarme de las trágicas muertes de esos Reyes de Birmania, tan queridos amén de malogrados.
En ocasiones, resulta muy complicado escribir un texto que interese a la mayoría de los lectores. Ya lo he contado. Al gran articulista César González- Ruano se le puso una tarde en la cafetería Teide la mente en blanco. En ABC, dirigido por aquel entonces por el genial, culto y en ocasiones, colérico, Luis Calvo, aguardaban su texto. Y Ruano escribió una preciosa columna con los almendros de protagonistas. «Han Florecido los Almendros». Luis Calvo leyó el artículo, y llamó a Ruano. –César, he leído tu artículo para mañana. ¿Qué narices les importa a los lectores de ABC que hayan florecido los almendros?–. Ruano se defendió. –Luis, querido director. ¿Te figuras lo que podría suceder si un año no florecieran los almendros, o los cerezos, o los prunos? El mundo se acabaría–. Se publicó el artículo y el éxito entre los lectores constituyó un hito en el periodismo español. Sucedió, sencillamente, que Ruano mentalmente escapó de la gran ciudad y se instaló con su prosa en el campo.
De cuando en cuando, hay que descansar de los golfos, los gafes y los gorrones. Y es más sencillo hacerlo desde las lejanías del Foro. Aventuro a los lectores de El Debate que no haré uso de Schott en los próximos cinco años. Lo he tenido que hacer porque mi mente estaba en otra parte, y en las atardecidas norteñas invernales, se puede y se debe perder el tiempo para pasar un buen rato.