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Enrique García-Máiquez

El cuidado público

El deterioro de nuestros servicios públicos, a pesar de las ingentes cantidades de dinero extraídas a través de los impuestos, es una de las pruebas más palpables de la ineficacia del sistema político

Actualizada 01:30

Empieza a ser una obsesión mía. El señor de Torre de Juan Abad, don Francisco de Quevedo, miraba los muros de la patria nuestra: yo miro sus servicios públicos. Me duele verlos desmoronados, caducos, obsoletos. Por todas partes escaleras mecánicas que no funcionan, aseos atascados, trenes con retraso, carreteras cortadas, colapso en las citas de la Seguridad Social, etc. Cuando era joven, se decía que los españoles éramos «los alemanes del sur» en atención a nuestra seriedad profesional. Me temo que nadie diría ahora cosa que se le parezca. El deterioro de nuestros servicios públicos, a pesar de las ingentes cantidades de dinero extraídas a través de los impuestos, es una de las pruebas más palpables de la ineficacia de un sistema político que no encuentra el modo de servir a los españoles. Me espanta que las cosas no funcionen en sí y, más si cabe, como síntoma quevedesco de que tampoco funcionamos como nación.

Sin embargo, la gente no está más civilizada. Iba de tren en tren pensando todo lo anterior, cuando me dio por fijarme en la otra cara de la moneda. En el cuarto de baño del AVE, una pintada tan grande como sucia, hecha con una concienzuda falta de conciencia. Por la calle, una farola y un banco vandalizados. Más pintadas en el muro de una preciosa casa palacio. Basura por el suelo.

No sé qué fue primero, si la desidia pública o la sevicia privada, pero no cabe duda de que ambas se retroalimentan como un círculo vicioso. Una dejadez potencia la otra. Esto lo denuncio, ahora, como una esperanza. Porque podríamos invertir el sentido del giro del círculo vicioso y convertirlo en espiral virtuosa si fuésemos capaces de darnos cuenta de que nuestro cuidado de las cosas públicas nos enriquece a todos y exige a los responsables.

¿Has visto el vídeo del alcalde de Florencia Darío Nardella, enardecido hasta el empujón y el exabrupto («¿Qué cojones estáis haciendo?») con unos activistas que estaban echando tinta naranja al Palacio Vecchio (siglo XIV)? Emociona. No sólo nos estremece la lírica, sino también la épica. Éste, cual Orlando, se pone furioso, con razón, cayendo, que diría don Quijote, en la sinrazón. Un italiano enfadadísimo es siempre un espectáculo jocundo. En Nardella coinciden el cuidado que echamos en falta del político con el repudio de la barbarie cotidiana que no cuida nuestras cosas. Luego por Twitter se puso más sereno y pedagógico: «El ataque al arte, la cultura y la belleza, que se muestran impotentes ante la violencia y que se levantan por el bien de la humanidad, nunca pueden justificar la lucha por una causa ni siquiera la más aceptable». También está muy bien.

Sería estupendo que cundiese el ejemplo. Y no me refiero en concreto a los alcaldes. No pido que Almeida vaya dando coscorrones a los pandilleros. El ejemplo es para todos nosotros. Si demostrásemos más intolerancia con los que maltratan nuestros bienes públicos, los vandálicos quizá se lo pensarían dos veces. Lo fácil es pedir que la política tome cartas en el asunto y que las multas sean de aúpa. Y yo lo pido, faltaría más. Pero más importante aún somos nosotros. Que llamemos la atención a los gamberros, cuando pillemos grafiteros in fraganti. Y todavía más trascendente es el cuidado nuestro en el uso de los bienes públicos.

A partir de ahí, si nuestro cuidado fuera exquisito, sería muy difícil que políticos y administradores no terminasen teniendo que hacer ellos bien su parte del trabajo. Nuestro descuido disimula su desidia. El mecanismo lo clavó el autor de El Lazarillo de Tormes. Cuando uno no hace bien lo suyo y trinca las uvas de tres en tres, deja que el otro las coja de dos en dos impunemente. Había muchos otros temas más peripuestos, pero pocos más serios que éste tan pequeño y cotidiano.

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