El niño de Lardero
No basta con sufrir por la víctima: hay que exigir responsabilidades a los indeseables que ayudaron a su verdugo
Hay que apuntarse este nombre: se llama Francisco Javier Almeida y es el asesino del pequeño Álex, el niño de Lardero que, antes morir en brazos de ese monstruo, fue agredido sexualmente. Las palabras de su verdugo para cerrar el juicio que, si hay algo de justicia, concluirá con una condena de prisión permanente revisable que ojalá nunca se revise, añaden dolor al dolor ya insoportable de la familia.
Perdonen la crudeza: «Entramos en el portal; él subió por las escaleras deprisa y yo por el ascensor. Dentro del piso, Alex vio el pájaro y no pasó nada. En ese momento yo empecé a tener una cierta fantasía. Se dijo que metí el pene. Yo lo único que hice fue enseñarle el pene y pasárselo en la cara. No hay muestras de semen en la faringe ni en la ropa. No hay ninguna prueba que diga que yo eyaculé porque no tenía erección. No pudo haber esperma. No eyaculé».
El tío de la víctima, Gonzalo Martín, dijo tras la declaración del monstruo algo que todos podemos compartir pero sólo ellos pueden de verdad sentir en toda su dimensión, inabarcable para el resto: «Hoy salimos verdaderamente destrozados. Ha sido muy duro, dan ganas de abalanzarte contra él».
El mal existe y, por el miedo que provoca, las sociedades occidentales tienden a buscar una explicación que de algún modo aísle los hechos e impida su repetición: es un loco, un enfermo, uno entre mil, una excepción terrible pero residual.
Y busca las terapias curativas, las políticas de reinserción que también están presentes en la ley del 'solo sí es sí' para acabar con eso que Irene Montero y su coro tildan de «Justicia punitiva», porque dan por hecho que el infierno nunca las visitará ni a ellos ni a los suyos.
Pero es mentira: existe, da igual cuál sea la razón e importa poco si tiene remedio o no. Almeida ya había cometido otras salvajadas antes de devorar a Álex, de 8 añitos, asfixiado en los brazos de un cobarde que nunca debió de estar en ese parque y nunca debió poder vivir anónimamente en un pueblo pequeño donde nadie conocía sus antecedentes.
En España se publican en el BOE todo tipo de señalamientos, con nombre y apellidos, de personas decentes que deben algo a Hacienda o a la Seguridad Social tras haber peleado por sus empresas hasta dejarse la vida y las meten en listados al lado de defraudadores, chorizos y jetas, como si merecieran el oprobio en lugar del reconocimiento por su esfuerzo y otra oportunidad para volver a intentarlo.
Pero violadores, pederastas y asesinos como Almeida pueden salir de la cárcel, marcharse a La Rioja, convertir su piso en una guarida, otear el campo abierto como un águila buscando un conejo y salir de caza con la seguridad de que caerá una presa indefensa.
No basta con repugnarse ni, tampoco, con enviarle un abrazo a la familia y cruzar los dedos para que el juzgado haga su trabajo y meta de por vida a este canalla en la cárcel, previa amputación de su pene flácido, que debe acabar en el fondo del mar, en la misma bolsa donde metan la llave de su celda.
Además de eso hay que pedir responsabilidades y obtener respuestas: quién dejó salir al bárbaro y por qué; qué leyes estúpidas tenemos que permiten abandonar al débil y facilitarle las andanzas al salvaje; qué juez le permitió salir, qué responsable de Interior y qué Servicios Sociales facilitaron la liberación de este depredador y qué demonios van a hacer para enterrar de una puñetera vez la legislación que ya ha ayudado a 800 como él y puede hacerlo a 4.000 de su misma estirpe maldita.
Hay veces que lo decente es escribir como un padre, no como un periodista. Y cualquier padre sabe que su primera obligación, indelegable, es defender a sus hijos. De diablos como Almeida, desde luego, pero también de toda esa recua de políticos, juristas, sociólogos y terapeutas de mierda que solo se permiten tomar medidas «progresistas» y defender rehabilitaciones imposibles porque cuentan que el muerto no saldrá de entre los suyos.