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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

El respeto

Lo que falta es el respeto. Y, con él, declina también la cortesía, convertida en algo así como una antigualla prescindible. No hay atención al otro, ni respeto, sin la cortesía

Actualizada 01:30

Vivimos tiempos de desprecio a la dignidad del hombre. Cabría hablar incluso de ignorancia de ella, pues más bien no se la reconoce, se la niega. No es extraño que si se prescinde de la condición personal del hombre se desprecie su dignidad, pues es la persona lo que merece el reconocimiento de su dignidad. Por eso, como Kant afirmó, la persona tiene valor, pero no precio. Un elemento decisivo de la personalidad es la posesión de intimidad. Hoy, cuanto más se pretende protegerla, más resulta vulnerada, cuando no directamente suprimida.

La paradoja es que pocas cosas son tan encomiadas y defendidas como la intimidad. Nunca como hoy se habían tomado tantas precauciones para garantizar la protección de datos y defender la vida privada, cuando resulta que esta última prácticamente no existe. Esta «hiperprotección» de la intimidad se revela como una falsedad, como una tapadera que oculta la verdad. El pudor ya no existe. Los medios de comunicación, convirtiendo sus informativos en crónica de sucesos, exhiben el dolor humano de un modo indecente y se muestra impúdicamente lo que debería permanecer velado. Todo es espectáculo. Se comercia con la intimidad y la vida privada, y no quita un ápice al desafuero el hecho de que se haga voluntariamente. La intimidad, una de las condiciones esenciales de la persona, se convierte en mercancía.

Es natural que se niegue la intimidad si se rechaza que la persona tenga un «dentro», que exista un hombre interior. La consideración del hombre como puro ser material conduce a la negación del espíritu, del alma y, con ellos, de la vida interior. La intimidad deviene así un derecho sin objeto, vacío. Protegemos lo que no existe. El cristianismo fue decisivo en el proceso histórico de descubrimiento de la subjetividad, de la interioridad. San Agustín afirmó que sólo dos cosas le importaban: el alma y Dios. Y a Dios sólo se le encuentra en la intimidad de la conciencia. Y añadía que en el hombre interior habita la verdad. Suprimido el hombre interior, queda cerrado el camino hacia la verdad.

Pero no se trata sólo de una agresión a la dignidad de la persona, sino también, por ello mismo, de una vía abierta hacia las dictaduras y las disciplinas totalitarias. Así lo expresa Romano Guardini: «Tampoco ha de olvidarse hasta qué punto esa desaparición de la esfera privada prepara al hombre para la dictadura. Quien ya no tiene ningún dominio reservado está dispuesto para la intervención del poder». El mayor aliado del despotismo es el materialismo antropológico, la negación de la interioridad y de la espiritualidad humanas. El primer freno contra la tiranía es el amor a la libertad, y no hay amor a la libertad sin amor a la intimidad, a la vida interior. Sólo es libre el hombre espiritual.

En realidad, lo que ha entrado en un proceso de declive en los últimos tiempos ha sido el respeto. Por más que se exhiban carteles y pancartas exigiéndolo. Por ejemplo, respeto contra las expresiones racistas en los espectáculos deportivos. Muy bien. El problema es que no hay ahí nada de racismo, sino una eclosión de brutalidad y mala educación. La misma turba que emite aullidos contra los jugadores negros del equipo rival, expresa su devoción más rendida a los que juegan en su propio equipo. Lo que falta es el respeto. Y, con él, declina también la cortesía, convertida en algo así como una antigualla prescindible. No hay atención al otro, ni respeto, sin la cortesía.

Pero si toda persona merece respeto, no todo lo merece. Sólo lo merece lo grande, lo noble, lo verdadero, en suma, lo respetable. También lo débil e inerme, que merece cuidado. En realidad, todo respeto proviene de una única fuente: el respeto a Dios, a lo sagrado. Sin él, se extingue todo otro. Afirma Guardini: el «respeto creador de Dios es el 'espacio' en que existimos. En nuestros días, cuando inunda el mundo esa temible mezcla de altanería y tontería que se llama ateísmo, es bueno pensar en esa verdad».

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