China pacificada
El presidente francés insiste en singularizarse, haciendo el juego a aquellos que, con China a la cabeza, buscan poner fin al orden liberal
Hace casi un siglo Winston Churchill nos explicó la necesidad de adecuar las formas diplomáticas a la naturaleza de los regímenes políticos. Una determinada acción puede tener efectos muy distintos si el otro gobierno es democrático o dictatorial. Donde reina el derecho legítimo una cesión es interpretada como un gesto de buena voluntad y anima a responder con la misma moneda. Por el contrario, cuando nos encontramos frente a una dictadura, más aún si es totalitaria, ese mismo gesto puede ser interpretado como una prueba de debilidad, animando a una mayor presión. Churchill se lo trató de explicar a Neville Chamberlain, premier británico, que pensaba contener al III Reich permitiendo que se quedara por la fuerza con los Sudetes checos. Chamberlain era un político sensato y muy cualificado, pero un resto arqueológico del siglo XIX. No entendía de totalitarismos y, con buena intención, no fue capaz de comprender que con aquella cesión estaba animando a Adolf Hitler a invadir Polonia.
Se supone que las élites europeas tienen la formación histórica suficiente como para tener bien presentes las lecciones del pasado. Lamentablemente esto no es así. El todavía presidente francés, Macron, jugando a cumplir el papel del cardenal Richelieu, vergüenza de la Iglesia Católica pero brillante estadista, ha alabado el papel que China está jugando en la guerra de Ucrania, ha pedido que no humillemos a Putin, ha rechazado la idea de que Europa se convierta en un vasallo de Estados Unidos siguiendo sus posiciones sobre Rusia y China y, desde luego, ha considerado fuera de lugar que los europeos caigamos en la trampa de Taiwán. Dejando de lado la previsible irritación que estas declaraciones han generado en las cancillerías europeas y el cansancio que provoca el escuchar a un dignatario francés hablar en nombre de todos los europeos, sin ningún derecho para ello, conviene prestar atención al fondo de la cuestión.
Macron trata de llegar a un entendimiento con China y evitar así la deriva hacia una confrontación entre dos grandes bloques. El problema es que, como Chamberlain, no valora la lógica del poder chino. Como ya hemos comentado con anterioridad, para Pekín la guerra de Ucrania supone una oportunidad para romper la cohesión del bloque occidental, en sus dos organizaciones de referencia: la Alianza Atlántica y la Unión Europea. Con sus gestos Macron está, esperemos que sin saberlo, animando a Xi a aumentar la presión.
El embajador de China en Francia, Lu Shaye, ha hecho unas declaraciones clarificadoras de la posición de su país, que sin duda van en la línea citada. A su juicio el problema no es sólo la frontera de Ucrania con Rusia, sino también la del conjunto de estados que fueron parte de la Unión Soviética con la Federación Rusa. Como era de esperar los estados bálticos han hecho acuse de recibo con muy duras palabras. Si alguien tenía alguna duda parece evidente que China juega a favor de parte, que es un aliado de Rusia y que la apoyará hasta el final. El gobierno de Pekín aumenta la tensión con la esperanza de romper la unidad de acción occidental, empujando a unos hacia posiciones de absoluta firmeza mientras otros, temerosos de cómo puede acabar esta crisis, se inclinen a negociar –léase ceder– para poner fin a esta situación.
La diplomacia china es tan previsible como coherente. El comportamiento de Macron tan previsible como irresponsable. Mientras desde la Alianza Atlántica y desde la Unión Europea se viene haciendo un gran esfuerzo, a pesar de las diferencias, por mantener la unidad y compartir un solo discurso, el presidente francés insiste en singularizarse, haciendo el juego a aquellos que, con China a la cabeza, buscan poner fin al orden liberal.