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Cosas que pasanAlfonso Ussía

En Loyola

Hoy, día de San Ignacio, se recuerda al más grande de todos ellos

Actualizada 01:30

Felicidades a los ignacios, íñigos, iñaquis y nachos. Hoy, San Ignacio de Loyola, gran soldado español y fundador de la Compañía de Jesús, coetáneo de sus compañeros fundadores Francisco Javier, el inmenso navarro, Salmerón, Laínez, Gandía… Iñigo de Loyola, nombre de su valle, en el corazón de Guipúzcoa, donde se asientan las localidades de Azpeitia y Azcoitia, que al cabo de los siglos fue la cuna de Javier Arzallus, el que movía los árboles para que se precipitaran al suelo sin vida los «frutos», hijo de un irredento carlista del Requeté. Así, entre Azpeitia y Azcoitia, los padres jesuitas levantaron la basílica de Loyola, en un entorno tan bello como triste, entre la vía del tren de cercanías que une Zumárraga con San Sebastián, una amplia huerta de frutales y legumbres, y el espíritu de Ignacio sobrevolándolo todo. Allí, en Loyola, en pleno siglo XX, con la democracia ya establecida en España, pasó los últimos años de su vida el último preso político español, el padre Sagüés, navarro, que se enfrentó pública y decididamente al obispo Setién por sus excesivos cariños y justificaciones a los etarras. Allí fue confinado y aislado por orden del Provincial, con la prohibición de hablar por teléfono, recibir visitas y la orden de pedir disculpas al señor obispo. Cumplió su cautiverio con enorme dignidad, pero no obedeció a la exigencia de la disculpa. Murió preso.

Loyola es triste. Más triste que un pinar en invierno zarandeado por el viento del norte. Allí, por culpa del apasionado amor juvenil, me apunté en siete ocasiones a los Ejercicios Espirituales. Eran otros tiempos.

Mi primera novia era de San Sebastián, y al terminar septiembre, ella se quedaba allí y yo volvía a Madrid. No se viajaba con tanta facilidad como ahora. Cuando se acentuaba la melancolía, le planteaba a mi madre hacer ejercicios espirituales en Loyola por una falsa crisis de fe. Y obtenía el permiso. En mi hoja de servicios acumulo siete pláticas del infierno, los ejercitantes en círculo y en torno a una hoguera, y el sacerdote advirtiéndonos de los pasos pecaminosos a dar para sufrir el castigo de las llamas eternas. La primera vez me asusté un poco, pero las seis restantes se me antojaron, incluso, entretenidas.

En los Ejercicios, se cantaba el Himno de San Ignacio. Yo lo hacía en vascuence.

Iñazió
​Gure patro aundiá
​Jesusen Compañiá
​Fundatu eta dezu armatú…

Fui invitado al despacho del sacerdote. –Usted, tengo entendido, es un niño bien de Madrid-; –No tan niño, padre-; -Le he llamado porque me ha agradado verle y oírle cantar el Himno en «euskera»-; -Lo he cantado en vascuence. Paso tres meses al año en San Sebastián y mi padre habla perfectamente el dialecto guipuzcoano, que como usted sabe es uno de los siete dialectos del vascuence. El guipuzcoano, el vizcaíno, el alavés, el roncalés, el benavarro, el suletino y el laburtano-. –Eso son inventos de los madrileños-; –Pues iré al infierno-.

No puedo ser anti-jesuíta. Uno de mis grandes amigos mayores fue el maravilloso místico Ramón Ceñal, traductor de Kant, intelectual profundo, siempre amparado por su Fe al Misterio. Cinco de sus hermanos, el más pequeño con 9 años, fueron arrancados de los brazos de su madre y fusilados en Oviedo por los comunistas. –Lo más complicado en un cristiano es encontrar el verdadero camino del perdón-. Me casó y bautizó a mis hijos. El padre de mi mujer, Pilar Hornedo, era hermano del Obispo jesuita del Alto Marañón, Antonio Hornedo, y un hermano de mi suegra, Pilar Muguiro, el padre jesuita Ignacio Muguiro, Provincial de la Compañía de Jesús en Perú. Dos santos con aureola en vida. Uno y otro tuvieron que soportar desde el firme respeto la llamada Teología de la Liberación, nacida en el seno de los misioneros jesuitas cuando al Padre Arrupe se le hizo grande el control de la Compañía, la misma que pobló América de universidades, colegios, bibliotecas y misiones católicas. Los jesuitas, en la actualidad, nadan entre dos aguas, pero la grandeza de la Compañía de Jesús en la Historia de España y de la Cristiandad es insuperable.

A pesar de ello, el Santuario de Loyola es triste y bastante feo.

Lo escribo con conocimiento de siete estancias entre sus santos muros.

Pero hoy, día de San Ignacio, se recuerda al más grande de todos ellos. A su Fundador, el valiente soldado español de Azpeitia, que soportó con entereza y humildad todos los vendavales religiosos y políticos.

Felicidades a los ignacios, íñigos, iñaquis y nachos.

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