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Cosas que pasanAlfonso Ussía

El pacto del calabozo

A las 1,45 de la madrugada, los terroristas, custodiados por policías nacionales, cruzaron en fila la acera velazqueña y se acomodaron en el microbús. Una bronca, una pitada monumental surgió de la muchedumbre. Participé en ella. No se les abroncaba por su condición de terroristas, sino por impuntuales

Actualizada 00:53

En España todo es posible. Somos muy raros. Pocos días antes de mi boda –vivía en la calle de Velázquez 57–, y en pleno franquismo, un grupo de terroristas musulmanes secuestró al embajador y otros diplomáticos de la República Árabe Unida, en su mayoría, egipcios. La sede de la embajada de la RAU se hallaba a dos manzanas de mi casa, y acudí a sumarme a una gran masa de curiosos que aguardaban el abandono de la embajada egipcia de los secuestradores para dirigirse en un autobús al aeropuerto de Barajas. Se alcanzó ese extraño pacto. No serían detenidos, renunciaban a sus reivindicaciones, y aceptaban salir de España en un vuelo especial desde el aeropuerto de Barajas. La gran masa de curiosos se convirtió en muchedumbre. La hora fijada, las 11 de la noche. Los bares de la zona, principalmente el «Richmond», abarrotados de clientes. El portero del bar sería el encargado de anunciar a la clientela la salida de los frustrados terroristas. A las 12 de la noche, cambio de jornada, no habían salido los terroristas. El autobús, un microbús de la EMT, esperaba aparcado a las puertas de la embajada. El conductor finalizaba a las 12 su jornada laboral, y llegó a las 12:15 su relevo entre grandes ovaciones. Al fin, a las 01:45 de la madrugada, los terroristas, custodiados por policías nacionales, cruzaron en fila la acera velazqueña y se acomodaron en el microbús. Una bronca, una pitada monumental surgió de la muchedumbre. Participé en ella. No se les abroncaba por su condición de terroristas, sino por impuntuales.

-¡Esta gente no tiene palabra!, ululaba una señora muy del barrio de Salamanca.

-¡Si prometen salir a las 11, no hay derecho que lo hagan con más de dos horas de retraso!

En efecto, aquellos terroristas demostraron muy poca educación. A mi lado, un viejo profesor de Literatura del Colegio del Pilar, se mostraba furibundo.

-¡Qué falta de respeto con los que mañana tenemos que madrugar!.

Los terroristas partieron rumbo a Barajas en el microbús, y yo me entretuve en el «Richmond», comentando el suceso con variopintos clientes. Uno de ellos, excesivamente enardecido de indignación, repetía su protesta:

-¡Me importan un huevo los egipcios y los terroristas, pero no podemos tolerar esa falta de formalidad! ¡Esto no pasaba hace unos años!

Al llegar a casa, muy tarde, por culpa de los terroristas, mi madre me chorreó gravemente.

-¡No son horas de llegar a casa!

Y no le faltaba razón.

Ahora tenemos la posibilidad de asistir a un acontecimiento aún más extravagante. Si el nuevo requerimiento del magistrado Llarena se cumple, es posible –y deseable–, que en unos días Puigdemont pernocte en un calabozo de los sótanos del Tribunal Supremo, en la plaza de París. Y en tal caso, la muchedumbre asistiría desde las calles de Orellana, marqués de la Ensenada y otras adyacentes, a la llegada del presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, a visitar al preso golpista y fugado, para pactar con el delincuente la formación del futuro Gobierno de España. El Pacto del Calabozo. España, entregada a un forajido separatista, a cambio de seguir en La Moncloa durante cuatro años más. Pedro Sánchez firmaría el indulto y la celebración de un refrendo ilegal, y en caso de oposición (?) de la Fiscalía y el Tribunal Supremo, llamaría a Conde Pumpido al Tribunal Constitucional. «Puigdemont a la calle, Cándido. E inmediatamente. Si te he colocado ahí, no ha sido por tu cara bonita».

Y se firmará el Pacto del Calabozo, entre un delincuente y un detenido por la Justicia por dar un golpe de Estado.

Y la muchedumbre, en este caso, aplaudirá. Me quedo con la primera muchedumbre, mucho más civilizada.

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