Seiscientos
Con la SEAT, la libertad individual de los españoles dio un primer paso gigantesco. Y su desaparición merece un homenaje de melancolía
En 1950 nació la SEAT, Sociedad Española de Automóviles de Turismo, filial de la italiana FIAT. En un principio se eligió Valencia para construir su fábrica y establecer su sede. Del mismo modo que salvó al F.C. Barcelona de la ruina, el jefe del Estado, general Franco, insinuó que la SEAT se estableciera en la provincia de Barcelona. Las insinuaciones del generalísimo se cumplían como órdenes. Arburúa, ministro de Comercio. Y en 1953, flamante y brillante, surgió de la fábrica el primer coche de la SEAT, un 1.400 de color oscuro. Se trataba de un modelo familiar fuera del alcance de muchos bolsillos con un precio en torno a las 90.000 pesetas. La libertad estalló con el «600», del que se vendieron a lo largo de los años, modernizando sus características, millones de vehículos. El español de clase media –que fue una clase nacida y desarrollada durante el franquismo– se lanzó a la libertad de la carretera, la libertad de los lugares recónditos para el amor y los besos, y a la libertad de los viajes. Muchos hice yo de niño a San Sebastián, con una media de tres pinchazos y tres paradas para refrescar en lo alto de los puertos la temperatura del agua. Los primeros «600» costaban 50.000 pesetas, y a pesar de su volumen de ocupación reducido podían albergar a los padres, la suegra, cinco niños , las maletas, y si la familia tenía perro, al perro también.
Un grupo musical le dedicó una canción épica de cuya letra sólo se recuerda su emocionante estribillo. «Adelante, hombre del '600'/ la carretera nacional…. ¡Es tuya!" . En 1957, en las Mil Millas, muere en accidente el Marqués de Portago. En España, el Conde de Villapadierna, Francisco Godia y Polo Villaamil –con doble «a»–, compiten en los primeros «rallyes». Y empiezan a verse por los barrios caros de las grandes ciudades los «600» preparados, que hacían un ruido atroz, y conducían los hijos de los nuevos ricos. En los bares de la calle de Serrano de Madrid,
Portosín, El Corrillo, el Roma, Mozo, y también Jurucha, el Aguilucho, Toska y Embassy, aparcaban los «600» preparados con sus volantes de cuero y sus guantes en el salpicadero. Tiempos de «tumbar la aguja en la Cuesta de las Perdices». En Balmoral, el bar más elegante de Madrid, el portero tenía orden de Jacinto San Feliú, su propietario, de no aparcar los «600» preparados. «¡Hombre, hay que entenderlo. A mi bar sólo viene la gente bien, la de toda la vida!».
La Guardia Civil de Tráfico multaba en las carreteras en más ocasiones a los conductores por su lentitud que por su velocidad. En los atardeceres primaverales, el Parque del Oeste y la Casa de Campo se convertían en aparcamientos kilométricos de «600» ocupados por parejas para hacer guarraditas y conculcar el Sexto Mandamiento. Que así lo denunciaba un sacerdote del Cristo de Ayala. «Muchos españoles no compran su '600' para ir a la oficina o viajar. Lo hacen para fornicar».
Les aseguro que tal acción natural, en un «600» no resultaba sencilla ni cómoda de llevar a buen fin.
Como todo lo bueno se extingue en España, la SEAT, Sociedad Española de Automóviles de Turismo, desaparece. A partir de ahora se llamará «Cupra». Con la SEAT, la libertad individual de los españoles dio un primer paso gigantesco. Y su desaparición merece un homenaje de melancolía. El que hoy firmo con ánimo desfondado y elegíaco.
Gracias por todo, Seat «600».