Cándido y la eutanasia
Gracias al Gobierno progresista y feminista, España es uno de los seis únicos países que ha aprobado una legislación semejante, ahora refrendada por el TC tras rechazar primero el recurso de Vox y después el del PP
Cándido Conde-Pumpido ha cumplido con su palabra. Prometió a Pedro Sánchez brindarle desde la presidencia del Tribunal Constitucional una coartada jurídica para cambiar los pilares morales y políticos de nuestro país, y va cumpliendo sin demora. Lo ha hecho con el aborto y, hace unas horas, con la eutanasia. Lo siguiente, será franquearle un referéndum de autodeterminación para que Puchi le vote la investidura a cambio de sus siete escaños.
Pero, de entrada, la Corte de Garantías no ha decepcionado a Moncloa: considera que practicar la eutanasia a una persona, no solo con enfermedades terminales sino con problemas de depresión o molestias crónicas, con solo esgrimir padecimientos insoportables, es un derecho. Es decir, se ha saltado un principio jurídico básico y es que el TC no está para crear ni consagrar derechos nuevos, prestacionales o fundamentales, que acarrea la obligación del Estado de habilitar la vía necesaria para posibilitar la ayuda a morir. Porque no otra cosa es la eutanasia, eufemísticamente llamada derecho a la muerte digna, a la que se han acogido 370 personas desde que los socialistas aprobaran su ley en 2021, con mil solicitudes todavía sin satisfacer. En esta abracadabrante estadística, Navarra, País Vasco y Cataluña están a la cabeza, no solo el nacionalismo las distingue, mientras que Murcia, Extremadura y Galicia son las regiones que menos se han acogido a este dislate moral.
Gracias al Gobierno progresista y feminista, España es uno de los seis únicos países que ha aprobado una legislación semejante, ahora refrendada por el TC tras rechazar primero el recurso de Vox y después el del PP. Una norma que perseguirá a los médicos que, por razones de conciencia (algo tan en desuso en el sanchismo) se nieguen a practicar una muerte asistida. Aunque les pese a Pedro y a Cándido, hay miles de facultativos que todavía se guían por el juramento hipocrático que les obliga a «no llevar otro propósito que el bien y la salud de los enfermos». Los mismos que serán castigados por el Gobierno incluyéndolos en una lista negra.
La atroz deshumanización de nuestra sociedad, el amor por la subcultura de la muerte (aborto, eutanasia…) es ya una marca distintiva de este régimen. No hay más que mirar a Estados que veneran la eutanasia –Bélgica, Países Bajos o Suiza– para comprobar la trivialización y la mercantilización de este «derecho intrínseco», que opta por el «descarte», en palabras del Papa Francisco. Hay una vía a la que España ha renunciado que es la de los cuidados paliativos –hasta quince Comunidades autónomas no llegan a los ratios europeos– que evitarían un ensañamiento terapéutico. Por supuesto que hay que poner en valor la situación de los enfermos terminales, el sufrimiento de las familias, la falta de esperanza de muchas personas que se ven en momentos postreros de su vida a los que el Estado tiene el deber de ayudar. El problema es que el Estado ha ido por el camino de la deshumanización, cambiando el debate. La esencia de la discusión no debe ser si la eutanasia es o no un derecho -que sobren dedos de la mano a la hora de contar los países que la permiten da buena cuenta de la aberración moral que supone- sino si la sanidad española es capaz de hacer más llevaderos los padecimientos de los pacientes en situaciones comprometidas, incluyendo sedaciones terminales, como defiende la Iglesia.
Detrás de la España que dibujan los Cándido-Pumpido y la izquierda española está la determinación de que la vida de algunas personas no es valiosa si sufre una patología grave, una minusvalía o arrastra una soledad existencial que le aboca a preferir morir que seguir viviendo. Países Bajos ya ha llegado a la perversión moral de que sus chicos de doce años puedan solicitar la eutanasia. En España, hasta ahora, la medicina se combinaba con los cuidados familiares, con el cariño de nuestros allegados, con una red emocional que la actual sociedad hace cada vez más difícil, lo cual obliga a una reflexión más profunda. Pero ahora la receta es desconectar a quien ya no nos sirve. Pronto veremos a familias a cuya abuela con graves enfermedades crónicas se le facilitará el tránsito al otro mundo para que no estorbe. En lugar de educarnos para vivir y luchar, ayudando en la enfermedad a quienes nos necesitan, esta corriente inmoral nos llevará a considerar que lo mejor para nuestro entorno familiar es quitar de en medio a todo aquel que no pueda valerse.
Ahora, el brazo jurídico de Pedro Sánchez, ensuciando de nuevo su toga y erigiéndose en un órgano constituyente (como ya hizo pasándole la mano por el lomo a la ley del aborto de Zapatero que rompió con un consenso desde la transición), cambia la maza por la guadaña para dejar una foto aterradora sobre nuestra sociedad. Una sociedad enferma moralmente; ella sí, sin solución.