Una aventura sexual sin final feliz
El ídolo que construyó en la infancia y la juventud ahora le reclama hasta la última gota de su esperma
Te pareció buena idea comprarle un móvil cuando tenía siete años. Así podía llamarte si le ocurría algo. A los ocho, toleraste sin demasiados aspavientos que comenzara a consumir pornografía. No te hacía demasiada gracia pero ya se sabe que estas cosas son inevitables. Es la edad en que muchos niños empiezan a descubrir esas cosas.
Con doce, tú mismo le explicaste de qué iba la masturbación y le dijiste que era sano descargar para aliviar. No perjudicaba a nadie y era algo que formaba parte de su naturaleza. Con quince empezó a salir con chicas y tu consejo fue que tomara precauciones y que, por descontado, ella lo consintiera. Y ese fue el límite moral que le pusiste: la cosa estaba bien si había gomita y consentimiento mutuo. Ese fue el criterio moral que empezó a utilizar con todas las chicas a las que utilizaba: si ellas querían, avanti.
A los diecinueve años, tu mayor miedo era que dejara embarazada a una niña y que se pusiera al volante con unas copas de más. Tú mismo le comprabas los condones y le ofrecías montar la orgía en casa para asegurarte de que no se vería obligado a conducir.
Ahora se ha convertido en una máquina sexual: se masturba compulsivamente, consume pornografía cada vez más salvaje y siempre está en la cama con alguien. Eso sí, que no falte el consentimiento. Que lo importante es que las guarradas sean de mutuo acuerdo.
A los veinticinco todo sigue igual, de flor en flor, aunque, esta polinización, lejos de darle vida, parece que se la roba, pues cada vez está más triste, más apagado, menos vivo. Lo que antes le parecía emocionante ahora no consigue ni tan solo animarlo, y hastiado ya de la vida, comienza a probar cosas nuevas, el listón cada vez está más alto, anda buscando una calma y una paz de las que cada vez está más lejos.
Ni siquiera sabe qué le pasa. No se plantea que quizá la alegría se le esté yendo por el pene y que lo que necesita son vínculos y no vehículos a través de los cuales obtener más placer. Más placer que tiene en él efectos más devastadores que la droga. En apariencia es un chaval sano, pero por dentro es un vertedero emocional.
Con treinta años es un experto en posturas de todo tipo, ahora el disfrute depende de cruzar algunas líneas rojas, se siente cómodo chapoteando en la inmoralidad que antes le parecía impensable, tiene que andar borrando el historial del ordenador porque algunas de las cosas que empiezan a gustarle no sabe si son ilegales, lo que sí sabe es que no son normales.
A los cuarentaicinco se descubre –¡oh, sorpresa!– que ha abusado de su hija, o de su sobrina, o que un día agredió a una joven, o en el mejor de los casos ya no tiene a nadie con quien copular sin dinero y todo son llantos y lamentos. La gente se pregunta cómo ha podido acabar así, con lo normal que era el chico. Si nunca había hecho daño a nadie. Salvo a sí mismo a los ocho años, a decenas de muchachas en su juventud y a miles de mujeres en su cabeza cada vez que se quedaba con cara de cerdo baboso mirando la pantalla.
Pero lo raro hubiera sido que formara una familia y que muriera rodeado de los suyos a una edad provecta.
Tanto aplaudir su promiscuidad, tanto animarle a dar rienda suelta a sus instintos, tanto convertir el sexo en un divertimento más, que al final perdió el control de su vida y arruinó la de otros muchos.
La sexualidad mal vivida y mal enfocada acabó con él. ¿Quién habría imaginado que un tipo que disfrutaba viendo escenas de zoofilia acabaría necesitando traspasar una línea roja fuera de las pantallas, en la vida real, para excitarse? ¿Quién habría imaginado que el sexo desvinculado del amor se pudiera convertir en una máquina de destruir personas?
El enfermo sexual –y ya se cuentan por cientos de miles–, haría lo impensable para obtener un placer que cada vez requiere mayor imaginación, innovación y transgresión. El ídolo que construyó en la infancia y la juventud ahora le reclama hasta la última gota de su esperma. Y se la seguirá reclamando mientras viva. Eso tienen los ídolos, que, a diferencia de Dios, son insaciables, nunca tienen suficiente.