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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

La muerte postergada

Ya no hay muertos. Hay nada. Una nada de estruendo y borrachera

Actualizada 01:30

No hay ya noche de los muertos. Me sorprendo, de pronto, al constatar que ni siquiera me apercibí de ello hace tres días. A la solemne liturgia de las sombras en el 31 de octubre, la sustituyó hace mucho una infantil payasada a la medida de la edad mental del siglo: alcohol, ruido, todo aquello que exime a la mente humana de pensar. Es decir, todo aquello que exime a los humanos de ser hombres. El descenso en la escala que nos devuelve a la plácida condición de bestia tiene en este borrado de los muertos su momento crítico. Los muertos, nuestros muertos, esos que, dice Rilke, «como gigantes», moran en nosotros son lo único que nos ata en el torrente al que llamamos tiempo. Y sin ellos, sin su presencia en todo, del mundo –y, en él, de nosotros– queda apenas un turbio coágulo deslavazado.

Antes que ninguna palabra, antes aún de que la bestia auriñacense declinase en hombre, antes de que el lenguaje se armonizase en «mythos» –esto es, en «relato»–, los muertos habitaban a la tribu, todavía no del todo humana. Pero infinitamente más humana, sin embargo, que esta nuestra, de la cual los muertos, nuestros muertos, han sido desterrados. Sin palabras medidas, apenas con gestos, quienes alzaron los rudos primeros monumentos funerarios, hace ni sabemos cuántos, cuantísimos, milenios, poseían el sortilegio con cuyo peso hace cargar Mallarmé a los poetas: «Dar un sentido más puro a las palabras de la tribu». Aun antes de que esas palabras existan. Las toscas piedras, ante cuya memoria el todavía semihumano aúlla el dolor inconsolable del que no volverá nunca, son las primeras –puede que las más grandes– catedrales poéticas de nuestra especie.

Ya no hay muertos. Hay nada. Una nada de estruendo y borrachera. Ni siquiera la embriaguez de los grandes rituales sagrados. Sólo la vomitona del coma etílico. «Diversión», es el nombre. Y su retrato más exacto está en un enorme matemático del siglo XVII: «No habiendo podido curar la muerte, la miseria, la ignorancia, los hombres se han concertado, para hacerse felices, en no pensar en ello». Pero, ¿puede, de verdad, un idiota ser feliz, si es que «feliz» significa todavía algo? Y el distante geómetra se da respuesta: «Corremos despreocupadamente hacia el precipicio, después de haber puesto algo ante nosotros que nos impida verlo».

Pero el precipicio está ahí. Y milenios de humanos supieron eso, que nosotros queremos soñar que ya ni sospechamos: la infinita superioridad de ser mortal, que resuena en el laconismo estoico de Borges. «Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte.» Si alguna grandeza habita en el mamífero hablante es la de saberse sólo un átomo en la memoriosa cadena de sus muertos. La de saber que sólo en la reverencia hacia aquellos que no están, puede honrarse un hombre a sí mismo.

Pienso que Borges –escritor inglés, ironizaba él de sí mismo– estaba muy meditadamente parafraseando a William Butler Yeats. 1933:

«Ni temor ni esperanza asisten
a un animal que muere;
un hombre aguarda su fin
temiendo y esperándolo todo;
muchas veces murió,
muchas veces se levantó de nuevo…
El hombre ha creado la muerte».

Y nuestro mundo la ha borrado. Puede que ni siquiera sospechemos que, descreada la muerte, hemos, al fin, logrado descrearnos a nosotros.

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