¿Cómo decir adiós a la escritura?
Escribir hasta la víspera, hasta el límite. No hay otra clave moral en este oficio. Es la estoica lección de Vargas Llosa
A Mario Vargas Llosa lo leí, por primera vez, cuando tenía yo diecisiete años. Dos libros: una novela, su primeriza y perfecta La ciudad y los perros, y una cegadora compilación de cuentos, de la que ya nunca se me borraría aquel, muy breve, en el que, bajo el título de El desafío, me topé con mi lección primera de escritura: la elipsis, el desasosiego de la perspectiva narrativa, la conmoción silenciosa de la mirada, en la cual lo trágico sólo se dice hablando de otras cosas, me han perseguido, como un canon, en las seis décadas que vinieron luego. Leo ayer, en El Debate, que Vargas anuncia haber escrito ya su novela postrera: «Una novela», dice, «lleva entre tres y cuatro años de escritura. Tengo ochenta y siete».
¿Qué puede hacer un escritor, cuando el correr del tiempo, ese asesino, lo pone ante la evidencia de que cualquier proyecto de largo aliento es ilusorio? No en todos los oficios se plantea el dilema. Tal vez porque escribir no es un oficio: presupone un oficio, sin el cual las buenas intenciones literarias naufragan inexorablemente en el ridículo. Artesanado el oficio, sin embargo, la escritura se revuelve contra el que está escribiendo, lo faceta, lo talla a su exacta medida: y el autor ya no es el dueño de la obra, sólo su criatura. Y, a partir de un cierto punto, si el escritor es verdaderamente grande, lo que él sea queda apenas reducido a un eco de lo que fue haciendo de él el laberinto a través de cuyas galerías escribió. El narrador es, así, en el correr del tiempo, una pálida criatura de la sintáctica escena que, en los años, han blindado sus prolíficos personajes. De esa sintaxis, nada, nadie podrá desgajarlo ya nunca. Hasta el final, un escritor es el eco del mundo paralelo de sentidos y sinsentidos que sus textos fantasearon. Y sabe que nada hay en él de más real que lo que pueda haber en la criaturas del aire que tejió su estilográfica.
¿Qué hacer, cuando nos llega esa certeza de que el plazo que nos fue asignado no da para la extensión que exige una nueva obra? No hay escritor, ya sea narrador, poeta, ensayista, que no se haya planteado cómo podrá soportar esa angustia final. Porque, nadie se engañe, un escritor sirve sólo para escribir. Y, privado de la escritura, es nada. Sus entusiasmos, sus caídas, su ánimo, su amor, su odio, su generosidad, su rencor o su pereza, son redes de palabras ordenadas en blindada geometría. Y, cuando se siente ya privado de ese don, el verdadero escritor sabe que es un hombre muerto. Que no escribir es no ser. «El poeta» –escribía Pessoa– «es un fingidor. Finge tan perfectamente, que hasta finge que es dolor el mismo dolor que siente». Todo, para él, es en la medida en que es fingido: escrito. Sólo.
Vargas Llosa, que ha escrito una de las más homogéneas obras narrativas y ensayísticas del español reciente, no puede no ser consciente de ello. Y no es hombre para complacerse en la pasividad de la pérdida. «Seguiré con el lápiz en la mano», dice ahora. Cincelando esos pequeños laberintos en los que ha sido maestro. Los que no exigen plazos que amenazan con no poder ser cumplidos. Bruñendo esas mínimas alhajas que son sus cuentos, sus artículos, las ignoradas notas, incluso, que un gran escritor deja sobre el papel sólo para sí mismo. Y esa será, esa seguirá siendo, la vida, la de verdad. Porque, a quien de verdad escribe, no lo mueve esa trivial coquetería de exhibirse, que es la publicación. Se publica, decía Borges, sólo para no pasarse el resto de la vida corrigiendo las distintas versiones de un mismo texto. El escritor, el de verdad, escribe porque, si no, lo mataría la angustia. Se escribe con la angustia: transubstanciando el caos de la lengua, nuestro caos sentimental, en orden diamantino. Y se vuelve a empezar, una vez, y otra, y otra…
Todos en prensa conocen el axioma del columnista: «Que tu última columna aparezca en el día de tu muerte». Pero eso vale para cualquier otro género literario. Escribir hasta la víspera, hasta el límite. No hay otra clave moral en este oficio. Es la estoica lección de Vargas Llosa.