Altalena
El interés de Hamás –y de su comanditario Irán– es el de generar la máxima cifra de víctimas civiles: ajenas, como propias
Puede que no sea el más conocido de los mitos fundantes de Israel. Pero es el primordial, el que retrata el raro prodigio de un Estado que se forjó a sí mismo a partir de las últimas cenizas de su pueblo. Con el ejército israelí disciplinadamente atento a la orden de entrar en combate contra Hamás, con la ciudadanía de Israel ajena a la grandilocuencia y blindada en ese estoicismo que ordena sobriedad y silencio ante los trances graves, me ha vuelto a la memoria la tragedia de un navío, en torno al cual la rabia de los supervivientes de la Shoá se trocó en disciplina. Y puso los cimientos de un ejército que, hasta hoy, ha sabido vencer a enemigos desproporcionadamente superiores.
La historia es la de una germinal nación, invadida por los ejércitos de cinco países árabes, apenas constituida en mayo de 1948 tras el dictamen favorable de la ONU. La historia de una nación que no poseía aún un ejército regular. En lugar de eso, diversas fuerzas guerrilleras ofrecían una inesperada resistencia a las fuerzas invasoras de la Liga Árabe. No había mando único, apenas si armas ligeras: pocas, viejas. Es en ese momento crítico cuando Menachem Begin, líder del Irgún, consigue fletar desde Francia un buque, el «Altalena», que proveerá en armas y hombres a su propia milicia.
Cuando el cargamento está a punto de ser desembarcado, la noticia llega a oídos del primer ministro, David Ben Gurión. Y se desencadena la tragedia. Elemental e insalvable. Ante Israel se abren dos hipótesis: una
multiplicación de milicias de partido, vulnerables a las tentaciones terroristas del viejo Irgún, o una sola fuerza militar, disciplinada y al servicio exclusivo del Estado, aun al coste de perder armas y hombres. «Debemos decidir» –explicita Ben Gurión– «si entregamos el poder a Begin o bien si le ordenamos que cese sus actividades por separado. Si no lo hace, abriremos fuego. De no hacerlo, habremos de disolver nuestro propio ejército».
Begin no obedeció la orden. Y las Fuerzas de Defensa de Israel, el apenas naciente Tsahal, bombardearon y hundieron el «Altalena» con su preciosa carga. En la tarde de ese 22 de junio de 1948, nació Israel. Cuando un ejército nacional asumió la disciplina de defender a la nación por encima de sectas, milicias o partidos armados, siempre proclives a la arbitrariedad y aun al terrorismo. Y de esa apuesta ha pendido la supervivencia de la única nación actual que no puede perder una guerra sin ser exterminada.
No, ni en el bombardeo del Atalena jugaron papel alguno los afectos, ni lo juegan ahora en la guerra a la que el Tsahal –esto es, la nación israelí en armas– se ve forzado para eliminar a esa banda de asesinos de Hamás que tanta compasión levanta entre los gobernantes españoles. Y no, por más que la vicepresidente de Sánchez y su ministra de derechos sociales se empeñen en mentir, no es contra la población gazatí contra la que se dirige la acción militar. Los plazos dados por Israel para que los civiles evacúen la zona de combate dan fe de una voluntad selectiva, que los a carniceros de Hamás debe de parecerles cómica. Porque el interés de Hamás –y de su comanditario Irán– es el de generar la máxima cifra de víctimas civiles: ajenas, como propias. Y del modo más cruel posible. Hamás sabe que su
única defensa frente a un ejército disciplinado es parapetarse tras la población civil, a la que mantiene masivamente rehén en un territorio abocado a la miseria, el fanatismo y la muerte.
Si Israel buscase exterminar a la población civil de Gaza, como nuestros antisemitas gubernamentales fingen creer, no tendría más que mantener indefinidamente el bloqueo total y operar masivamente desde el aire: con coste cero. Nadie sobreviviría. Aniquilar selectivamente a Hamás, reduciendo al mínimo las bajas civiles, requiere otra estrategia. En tierra y muchísimo más costosa para el Tsahal. Toda Gaza está horadada de túneles guerrilleros. Limpiar esa red, que es la verdadera plaza fuerte de Hamás, saldrá a un precio muy alto. Pero en ese precio, como en el del Altalena en 1948, se cifra la dignidad de una nación libre, Israel. Hoy, desde el gobierno español, difamada miserablemente.