Rushdie y la cobardía de la Casa Nobel
¿Era tanto pedir a los arrogantes amos del Nobel una señal de apoyo al último escritor proscrito de nuestro tiempo?
Tampoco esta vez se han dignado los del Nobel a rendir el homenaje que todos, en literatura, debemos al perseguido Salman Rushdie. Una vez más, el jurado eludió ennoblecerse. Es su tradición más rancia: chapotear en la rentable complacencia de ser siempre portavoz de lo más conveniente. Y jamás afrontar un riesgo.
Incluso a los que, como yo, amamos las canciones de Bob Dylan, nos dio vergüenza el fallo de hace siete años. «Nobel de literatura» hubiera debido ser juzgado, por el enorme cantante, un insulto. Algo así como si a Maria Callas le hubieron concedido el Nobel de fontanería. Fue una humillación para la literatura mundial, sí. Pero lo fue todavía mayor para quien se prestó a ser –aun in absentia– coartada popular de una banda de oportunistas.
No es nuevo. No demasiadas instituciones hay tan corruptas cuanto lo ha sido ese jurado de notables, siempre acosado por escándalos de todo tipo. Lo pasmoso es que, en el curso del tiempo, haya logrado mantener una continuidad tan perfecta en lo arbitrario. Fue el jurado que concedió el primer Nobel español (en 1904) al que –con permiso de Campoamor– fue el peor escritor de su tiempo: ¿quién lee hoy al estupefaciente Echegaray? Fue el jurado que negó, con testarudez admirable, el Nobel a la mejor prosa española del siglo veinte: la de Jorge Luis Borges. Es el jurado que ha ido plegándose a todas las correcciones que le fueron impuestas: políticas, morales o, sencillamente, imbéciles. Y que ha ido concediendo su galardón a gentes por completo ignotas, pero bien ajustadas al criterio geográfico, racial o sexuado que se proclamó el correcto en cada momento. Ha habido galardonados inmensamente grandes. El escándalo es que no todos se hayan ajustado al que debiera ser el único criterio en literatura: la literatura.
Rushdie era peligroso: todo reside ahí. Los jurados del Nobel conocen la fatwa que lo convierte en un paria de por vida: «Comunico al orgulloso pueblo musulmán que el autor de los Versos satánicos –libro contra el Islam, el Profeta y el Corán– y todos los que han participado en su publicación conociendo su contenido están condenados a muerte. Pido a todos los musulmanes que los ejecuten allí donde los encuentren». La sentencia fue proclamada por el Ayatolá Jomeini en el lejano 14 de febrero de 1989. Sigue en vigor. La teocracia no conoce el decurso del tiempo. La cobardía de quienes no osan hacerle frente, tampoco.
Hace ahora nueve años, fui invitado a dialogar con Salman Rushdie en Madrid. Antes de comenzar el debate, le pregunté sobre la cruda indiferencia del jurado de los Nobel hacia el ataque más letal sufrido por un hombre de letras en nuestro tiempo. Recuerdo su mirada irónica. Que era, en aquel febrero de 2014 madrileño, más explícita que cualquier alegato. Hablaba del miedo, del maldito miedo colectivo, al cual las sociedades libres han cedido tan dócilmente. También los de la Academia Nobel saben de ese pánico. Y es verdad que resistirse al miedo exige una cierta reciedumbre de carácter. No la esperemos de ellos.
Más tarde, ya en el curso de aquel coloquio madrileño, el escritor, condenado a la vida clandestina desde hacía entonces veinticinco años, se extendió sobre la dimensión moral y colectiva de esa pusilanimidad que atenazaba a los medios literarios. Su traductor al japonés había sido asesinado, su propia vida transcurría bajo identidades ficticias y protección policial perpetua. Es la vida invivible que narra su diario de reclusión: Joseph Anton. Memorias. Esa vida, a la cual muy pocos supieron dar apoyo firme: «Lo comprendo porque yo mismo tengo miedo y soy un cobarde. No me gusta, pero lo comprendo. Y en este libro describo un miedo mucho peor, que es el miedo a la autorrevelación, a descubrir que no eres un individuo fantástico rodeado de mediocres. De alguna forma, uno tiene que tratar de ser siempre más severo consigo mismo». Ocho años después, Rushdie sería apuñalado por uno de aquellos devotos a cuya acción piadosa impelía Jomeini.
Han pasado ya 34 años de condena. ¿Era tanto pedir a los arrogantes amos del Nobel una señal de apoyo al último escritor proscrito de nuestro tiempo?