Vivimos con un siglo de retraso: estamos muertos
En las mezquinas cabezas de nuestros políticos, en las devastadoras pantallas mediáticas y en las inermes mentes ciudadanas seguimos estando en guerra. Civil
Ayer, en la Carrera de San Jerónimo, espectáculo cadavérico. Otro más. Sin visos de desenlace. Sucesivas incitaciones a la melancolía. A mayor gloria de quienes sólo sirven para hacernos perder el tiempo.
¿La tragedia? Que nuestro mapa electoral quedó congelado entre 1931 y 1939. Desde entonces, España es un fósil. Un fósil político que fosiliza todo lo que toca. No es fácil dar con una patología nacional comparable a la nuestra en las sociedades europeas. Un siglo ha transcurrido. Y las retóricas de quienes viven a costa del voto ciudadano siguen siendo idénticas. Idénticas las metáforas, los ademanes y hasta los insultos. En un país hipermoderno en todas sus otras facetas –culturales, económicas, sociales…–, los llamamientos guerracivilistas del iletrado combo que oficia en el Estado (y cuya hipérbole fue el ignoto portavoz socialista de ayer) deberían darnos risa, si es que no repugnancia. Pero no: las sucesivamente inútiles elecciones no revelan el menor hartazgo del votante. Como si en la repetición –una repetición ya de cien años– hallase el desvalido elector un espejo para que el gozo de ser siempre el mismo lo tocara con su gracia. Pero ser siempre igual es estar muerto. Sería bueno no olvidarlo.
Entre los ciudadanos y la máquina de poder que determina sus vidas, las sociedades modernas trazaron una trama de instituciones y procedimientos que, al menos en teoría, dejara en manos de los individuos un resquicio de control sobre el poder supremo. Aunque sea mínimo, es precioso. La representación suple a unos individuos cuya presencia masiva en las instancias decisorias sería, como mínimo, dificultosa. Pero allá donde el individuo es suplido por otro, al que elige y paga en tanto que correveidile, problemas mayores se ponen en movimiento. El primero de ellos, el de los protocolos que condensan en el arbitrio de un solo individuo las voluntades de decenas de miles de sujetos con nombre y apellido, que aceptan ser desposeídos de su potestad plena en beneficio de una asamblea numéricamente manejable: el Parlamento.
Si la sociedad que hace eso no está demasiado enferma, el oscilar de convicciones y aun de creencias, exhibidas en la escena parlamentaria, no distará demasiado de las oscilaciones que la sociedad vaya experimentando en su conjunto. El tiempo, que es la única materia de los hombres, va ajustando despóticamente su realidad: la de un recogedor de basuras como la de una presidente del senado. Y, al cabo de unos decenios, sus instrumentos y artesanías –las del vertedero como las del senado– darán en ser por completo irreconocibles. Cuando eso no sucede, cuando la realidad es ya otra y la lengua de trapo de los representantes sigue siendo la misma sin que la ciudadanía los eche a legítimas patadas electorales, es que la enfermedad llega a su fase terminal.
Con la actual ley electoral, no nos engañemos, la necrosis de nuestro Parlamento, y con ella la de todo el sistema institucional, es irreversible. Asistimos al tedioso espectáculo de un parlamento de comedia única: «Las dos Españas». Anacronismo irrisorio en el que el ciudadano sigue votando contra aquellos que mataron a su abuelito o bien contra aquellos que mataron a los que mataron a su abuelito. Muy conmovedor. Muy suicida.
En un país menos fósil –o menos loco–, los grandes partidos abordarían hoy la «gran coalición» que permitiera barrer anacronismos y poner al día todo lo que no funciona: que es casi todo. Pero eso, tan normal en Europa, nos es presentado aquí como traición en tiempo de guerra. En las mezquinas cabezas de nuestros políticos, en las devastadoras pantallas mediáticas y, por contaminación suya, en las inermes mentes ciudadanas seguimos estando en guerra. Civil. Vivimos con un siglo de retraso: estamos muertos. No nos damos por enterados. Feijóo trató ayer de señalar ese riesgo. Nadie va a escucharlo.
Sánchez podrá retornar ahora a su bucle cadavérico, al gran guiñol de la Carrera de San Jerónimo. Y ese bucle anuncia lo peor. ¿Alguien lo duda?