Vendée, nosotros
Las matanzas de la Vendée prefiguran lo más oscuro de dos siglos de historia europea
Vencer o morir, la película de Puy du Fou, llega a las pantallas españolas precedida de una polémica a veces envenenada. Pero imprescindible para entender, no sólo la revolución francesa. Las matanzas de la Vendée prefiguran lo más oscuro de dos siglos de historia europea. La tentación –consumada en el XX– de exterminar al otro como prólogo del final asalto a los cielos.
La leyenda no dice verdad. Ni miente. Construye realidad a la medida del sujeto que la invoca. Dice, pues, la verdad del que habla. Al precio de desdibujar la línea entre lo real y lo narrado. La Vendée es la leyenda de la cual nace la realidad horrible de la Europa contemporánea. Que la Vendée es el primer experimento de eso que el diccionario del siglo XX acuñará, en 1943, como su vocablo más propio, «genocidio» –y a lo cual, en su tiempo, Babeuf había llamado «populicidio»–, es algo que queda fuera de debate. Un hecho. Acompañado del campo semántico que lo legitima: la exclusión irreparable entre «amigo» y «enemigo» como fundamento de la identidad nacional.
¿Lo que, al cabo de más de dos siglos, podemos considerar datos? 155.000 muertos, en la contabilidad más consensuada por los historiadores académicos. Más los atroces relatos de los mandos militares que asumieron el encargo de la Convención. Un encargo que se resume en la fórmula «destruid la Vendée», que Barère esgrime ante la Asamblea el 1 de agosto de 1793: «Destruid la Vendée y Valenciennes dejará de estar bajo ocupación austríaca. Destruid la Vendée y el Rin se verá libre de los prusianos… La Vendée y siempre la Vendée, he ahí el chancro que devora el corazón de la República. Y el punto en el que es preciso golpear».
Las «columnas infernales» del general Turreau consumarán la orden, a partir de febrero de 1794. Es el paisaje que François Furet ha documentado exhaustivamente: «A la lentitud de la guillotina la sustituyeron pronto los fusilamientos sin juicio y los ahogamientos en el Loira, mediante grandes barcos dentro de los cuales se arrastraba a los sospechosos para hundirlos en medio del río… Los árboles fueron cortados, las aldeas quemadas, el ganado abatido, las poblaciones masacradas indistintamente». Se desertiza.
A la Convención parisina, los generales al mando consultaron si debían exterminar también a niños y mujeres. Se les respondió que sí. Lo monstruoso cabalgaba por aquellos meses sobre Europa. Y, sólo un año antes, el 25 de julio de 1792, era el generalísimo de los ejércitos monárquicos europeos, el duque de Brunschwik, quien llamaba a idéntica matanza. En el lado contrario. Prometiendo a los enemigos de Luis XVI «una venganza ejemplar y eternamente memorable, entregando la ciudad de París a una ejecución militar y a una subversión total, y entregando a los culpables de rebeldía a los suplicios que han merecido».
Queda en la leyenda la misiva que el general Westermann –guillotinado al año siguiente– envía a la Convención en diciembre de 1793. La tarea ha sido consumada: «No queda ya Vendée. Ha muerto bajo nuestro sable libre. Ya no hay Vendée, ciudadanos republicanos, la he enterrado en los pantanos y los bosques de Savenay, siguiendo las órdenes que me habéis dado. He aplastado a los niños bajo los cascos de los caballos, he masacrado a las mujeres, que, por lo menos, ya no parirán más bandidos. Nadie me puede reprochar haber hecho un prisionero. He exterminado todo».
Sabemos hoy que esa carta es apócrifa: Westermann no escribió jamás eso. Los trabajos de Alain Gérard en el «Centro de investigaciones históricas sobre la Vendée» son taxativos. Apócrifa, pero verdadera. En lo que narra. Leyenda. Dice la modernidad de lo que 1793 ha inaugurado: la fábrica masiva de cadáveres. Un experimento, a partir del cual nuestro siglo veinte alzará su arte suprema.