Irresistible
Mis amigos me hicieron ver, posteriormente, que no era justo que mi lote femenino estuviera compuesto por seis bellezas y que a ellos no les miraban ni las ranas, muy abundantes en aquellas aguas embalsadas
Un grupo de amigos fuimos invitados a pasar el fin de semana a la mejor casa del pantano de Entrepeñas, propiedad de un millonario suizo, Víctor Oswald, casado con una española y establecido en España. Nos invitó su hija pequeña, Martha, que nos recibió de maravilla y nos llevó hasta nuestras habitaciones adjudicadas. La mía, la mejor, porque en aquellos tiempos, sinceramente, las mujeres me acosaban y todavía no era delito el acoso. Deshice cuidadosamente la maleta y me presenté en el pantalán sito al borde del agua con mi sencillo traje de baño color mandarina, y un polo «Lacoste» verde encina. Murmullos de aprobación de todas ellas. En esos casos, no hay que distraer la atracción, y sin pensarlo, me quité el polo, y me lancé al agua haciendo un tornillo en el aire. Al emerger de nuevo, aplauso cerrado. Mis amigos me hicieron ver, posteriormente, que no era justo que mi lote femenino estuviera compuesto por seis bellezas y que a ellos no les miraban ni las ranas, muy abundantes en aquellas aguas embalsadas.

Les hice ver que yo no era nadie para imponer a las chicas una pareja, y que eran ellos los culpables de su lamentable situación. Escena 1: Aperitivo. Hamaca para mí y sillas de plástico para el resto. El mayordomo Honorio, encargado exclusivamente de satisfacer mis caprichos. —Honorio, antes de que acaben con los langostinos, procúreme un par de ellos, y la ginebrita como usted sabe que me gusta—. Uno de mis amigos, Luis Ignacio Arocena, aprovechó el momento. —Honorio, para mí, por favor, una copita de rosado fresco—. Honorio cumplió con su alto deber. —El rosado fresco está en el barreño con hielo. Puede usted servírselo sin necesidad de verme obligado a abandonar a don Alfonso—. Escena 2. La sorpresa. No habíamos sido avisados de que esperaban a una nueva invitada. La nueva invitada, Catherine, era de padre suizo y madre holandesa. Llegó al pantalán. Voz chillona y ademanes de vendedora de quesos en Holanda. Riquísima. Escena 3, en el agua. Cuando íbamos a ser presentados a la quesera, todos nos lanzamos al agua. La quesera nos imitó, iniciando una carrera contra-reloj en pos de mí, que me recomendó la huida a nado. Desconocía la monstruosa mujer que, en aquellas calendas, era harto complicado darme alcance con el espectacular «crawl» que practicaba. Cansada de seguirme, atacó directamente a Eduardo Campuzano, que tuvo que soportar con su innegable paciencia, toda suerte de ahogadillas e intentos de quitarle el traje de baño bajo el agua. De vuelta a Madrid tuvimos que ingresarlo en la Cruz Roja con toda suerte de golpes en la cintura y los altos muslos. Escena 4. Catherine se quejó a la dueña de la casa de la nula cordialidad recibida por parte de los invitados. Fuimos despedidos. Las chicas, al comprobar que yo estaba entre los despedidos, se despidieron también, y terminamos comiendo en un restaurante de Sacedón. También nos expulsaron del restaurante, porque entre ellas se liaron a sopapos para volver a Madrid en mi «Seiscientos».
Del resto de la historia, por discreción y respeto a quien me acompañó, renuncio a narrar ni un solo detalle.
La gente es muy envidiosa.