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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Ante un cambio de rueda

De esa monstruosa paradoja habla el «Cambio de rueda»: de esos callejones sin salida en los que nada puede salvar a nadie

Actualizada 01:30

La envergadura épica de Bertolt Brecht –tan paradójica– deja en penumbra ciertos momentos desesperadamente líricos que, pienso, son, de cuanto escribió, los que más al abrigo quedan de la erosión del tiempo. En mi privada antología del siglo XX figuran estos mínimos 6 versos de las póstumas Elegías de Bukow, que no verían la edición hasta 1964, once años después de escritos y pasados ocho desde su muerte:

«Estoy sentado al borde del camino,
el conductor cambia la rueda.
No me gusta el lugar de donde vengo.
No me gusta el lugar adonde voy.
¿Por qué miro el cambio de rueda
con impaciencia?»

Leí –lo recuerdo bien– ese poema, por primera vez, en la traducción de López Pacheco para Alianza Editorial. Calculo que yo debía de tener entre diecisiete y dieciocho años. Y el desasosiego que despertó en mí no me ha abandonado. En mi más que cochambroso alemán memoricé su ritmo bien medido, que ha vuelto a resonar en mí en esta bella mañana del casi ya otoño madrileño. Claro que, en aquella primera lectura y en aquella primera conmoción nada sabía yo de la tragedia que resonaba tras su serena melancolía. Lo más probable es que ni siquiera me hubiera atenido entonces a la primordial cautela de fecharlo. Hoy, sí. Y hoy sé que también está hablando de nosotros. Tal es el privilegio intemporal de la poesía.

Las Elegías de Bukow, a las cuales los seis versos del «Cambio de rueda» pertenecen, están escritas durante el verano de 1953. En las semanas que siguen al 17 de junio en el que un gobierno alemán que se proclamaba obrero, y al cual el viejo comunista Brecht sirvió con fidelidad inquietante, ahogó en sangre la sublevación de los obreros berlineses de la construcción, haciéndolos apisonar por los tanques soviéticos. Bertolt Brecht, que había apostado su vida –y lo esencial de su obra– al alzado de las mitologías obreristas que la República Democrática Alemana dice concitar, sabe entonces que su tiempo ha terminado, que es ya res derelicta, residuo del pasado. Su reconocimiento mundial y el éxito de su teatro podrían permitirle instalarse holgadamente en cualquier punto del planeta: romper amarras. No lo hace. Una fidelidad enigmática lo ancla en ese Berlín oriental que, al menos, tendrá el consuelo de morir sin haber visto amurallado. De esa monstruosa paradoja habla el «Cambio de rueda»: de esos callejones sin salida en los que nada puede salvar a nadie.

Y, en el benévolo desaliento que ponen sobre Madrid la luz del casi otoño y las vísperas de los tiempos más oscuros, me ha vuelto inesperadamente la imagen del poeta que escribe, sentado ante el escritorio y frente a la ventana que da al más jardín que cementerio de Dorotheenstadt, en donde todo acabará tres años más tarde. En la sola y legendaria compañía de Hegel, de Fichte, de Heinrich Mann y de John Heartfield. Y de Helene Weigel, por supuesto. En el jardín en donde toda ilusión vuelve a ser nada.

«No me gusta el lugar de donde vengo.
No me gusta el lugar adonde voy.
¿Por qué miro el cambio de rueda
con impaciencia?»
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