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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Un año de contar sílabas

Ésa es la austera condición de quien escribe: sabrás que ha muerto, el día en el que su columna no llegue

Actualizada 01:30

«Huir, lejos huir…» Todos, en la minúscula medida que nos conceden nuestras vacaciones, perseguimos el sueño del cual Mallarmé hace leyenda. Pocos lograrán ser acariciados por el mito de esos pájaros suyos, cuya ebriedad se acuna «entre la ignorada espuma y los cielos». Todos lo fingiremos. Sin esa inofensiva fantasía de haber sido provisionalmente libres, de haber dejado reposar un rato los lastres que encadenan nuestras vidas, ¿quién tendría la fuerza de seguir adelante? La repetida tarea de Sísifo exige esos tasados paréntesis. Al cabo, la ensoñación de ser libres puede que sea la sola libertad que alcanza a rozar un hombre. Humilde, transitoria. Como todo lo humano.

Igual que tantos, viajé. Lo más lejos que pude. No olvidé, pero hice como que lo hacía. Luego, tocó volver: así sucede siempre. Maldije –pura retórica– mi destino. Y acabé –siempre es así– en la cesura cuya aritmética tasan los alejandrinos más algebraicos del siglo XX: «Huir, muy lejos huir. Siento ebrios a los pájaros / de estar entre la espuma ignorada y los cielos».

Con desgana, me dije. Supe enseguida que mentía: que retornar a este mismo rincón de la escritura es un deber moral, sí, pero que, antes de eso, es un casi milagroso privilegio. «Contar», como Borges aconsejaba, «las sílabas». Y seguir, cada vez, sorprendiéndome ante el prodigio de poder hacerlo. Nunca supe hacer más cosa que ésta: los que me conocen saben mi inmaculada torpeza en todo el resto. Y sé que el paraíso artificial del viaje se me tornaría infierno si no supiera, al cabo de él, esperándome, la galera –ball and chain, cantaba Joplin– de mi Conklin, vieja ya de un siglo. No hay placer comparable a la escritura. Ni angustia que se le acerque ni de lejos. Escribir es un rigor que no admite transacciones. Ni benevolencias. Ni tampoco entusiasmos. Ni decaimientos. Precisión, precisión sólo. Mientras el ánimo y la neurona aguanten. Me lo vino a recordar brutalmente, anteayer, la llamada telefónica que me decía que Amando de Miguel había muerto. Tres días antes, él me había enviado, como cada mes, el lote de sus últimas columnas. Con la acerada regularidad de siempre. Y, sí, ésa es la austera condición de quien escribe: sabrás que ha muerto, el día en el que su columna no llegue. Porque la distinción entre escritura y Escritura es un artificio. Y miente. Toda escritura es sagrada.

Sagrada, porque en ella habla un duro empecinarse en entender. Que es lo único de verdad humano; aunque fracase. Tal fue la seca norma de la elegancia estoica. De Epicteto a Marco Aurelio o Séneca. Entender lo malo con la misma eficiencia con que se entiende lo bueno. Y no ser afectado por lo uno ni por lo otro. Y, si algo nos afecta, no mostrarlo. Y, si se nos escapase un signo de afección, pedir excusas y seguir adelante. Porque las cosas son lo que son. Y nadie está autorizado a confundirlas con sus preferencias.

Cuando, hace ahora poco más de un año, me ofreció Bieito Rubido acogida en esta mínima fortaleza digital, en la cual venían ya oficiando Alfonso Ussía, Luis Ventoso, Ramón Pérez-Maura y, en torno a ellos, una brillante chavalería lanzada a la refriega como sólo pueden hacerlo los espíritus muy jóvenes, tuve mis dudas. ¿Podía, yo que soy un escritor de la generación ya vieja, seguir su ritmo sin ser una rémora? He querido hacerlo, contando sílabas. Sólo. No muy lejos de la manera en la que el gran Amando nos enseñó a desmenuzar la falsa inocencia con la que el lenguaje cotidiano encubre lo peor. ¿Acerté? Puede que algunas veces. Sé, en todo caso, que no hay un sitio mejor en la vida de un hombre que este en el cual buscar sólo el rigor: este desde el que, cada lunes, cada miércoles, cada viernes, he buscado reflexionar en torno al tanto mal que la estupidez convoca en torno a ella. Sin objetivo salvífico, sin epopeya: me toca sólo entender. Contar sílabas. Sé ahora que escribir al servicio de alguien o algo no es escribir. Y en nada me interesa. Virgilio a Dante: «Vien dietro a me, e lascia dir le genti». Deja que la gente diga. Lo que diga. Limítate a escribir. Retorno.

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