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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Sánchez o el «golpe de Estado permanente»

Un trastrueque constituyente ajeno a los protocolos que la constitución fija para ser cambiada: a eso se llama un golpe de Estado

Actualizada 01:30

El golpe de Estado permanente es título –todo lector de mi generación lo sabe– del libro que el más exitoso –y más turbio– político socialista francés, François Mitterrand, dedica en 1964 a definir las prácticas gubernamentales de su enemigo acérrimo, el entonces presidente Charles De Gaulle. Él las cifra en un olímpico desprecio hacia cualquier criterio institucional que pudiera oponerse a sus certezas carismáticas. Hablamos de dos gigantes. Séannos simpáticos o antipáticos. Pero la grandeza de un tiempo puede trocarse en la irrisión de otro. Y puede un personaje sin grandeza alguna, en la España de 2023, exhibir aún más arrogancia carismática que aquellos que un día fueron leyenda. Aunque esté desnudo. Y practicar alegremente ese «golpe de estado continuo» del que habla el libro del 64: imponer su arbitrio sobre las leyes y acometer ufanamente un suicidio colectivo que ninguna norma acote.

Hemos sido los agentes de nuestra propia desdicha. Que ahora llega a un apogeo aún más grotesco que trágico: el de un presidente que juzga «constructiva» la exigencia, que un minúsculo partido regional le impone, de suprimir la nación para seguir gobernando. Gobernando, ¿qué? El gobierno de España vive en un clamoroso oxímoron: construir la destrucción, administrar lo derruido. Se cierra así una farsa que fue demasiado lejos. Al abrigo de una ley electoral inicua, un falsificador de título académico, que ha logrado alcanzar la cuota de voto más baja en la historia de su partido, viene a ser blindado en la Moncloa por grupúsculos tan exiguos como anticonstitucionales. Pagará por ese servicio un precio legalmente imposible: la voladura del sujeto constituyente, el borrado de la nación. Consumará con ello una completa reforma constitucional al margen de las garantías constitucionales. Un trastrueque constituyente ajeno a los protocolos que la constitución fija para ser cambiada: a eso se llama, en teoría política, un golpe de Estado. A eso llama el gobierno de Sánchez «una propuesta legítima y constructiva».

¿Pero qué dicen las palabras? ¿Qué dicen, más allá de las aleladas naderías que un Bolaños pretenda adherirles? ¿Qué es esa «convención constitucional» que el PNV ofrenda a Sánchez como password para renovar su alquiler en la Moncloa?

«Convención» irrumpe en el léxico político un 10 de agosto de 1792 y en el París revolucionario. Bajo la denominación precisa de «convención nacional». Y, sí, es ésa una «convención constitucional». Forzada por la extrema emergencia. Luis XVI ha sido depuesto y encarcelado por complicidad con el enemigo. Sin monarca ya, la constitución, aprobada menos de un año antes, carece ahora de sustento. Por vez primera, se apela al voto universal para salir de un atolladero crítico, «conviniendo» la redacción de un nuevo texto acorde con el presente no previsto. Habrá de afrontar la tarea extrema de juzgar a un rey. Y los devastadores tiempos del Terror harán saltar sus últimos diques. Si fuera a este primer uso léxico de «convención constitucional» al que el PNV buscara acogerse, convendría que se aviniera a asumir los costes. Y que se aviniera a asumirlos con él, de modo explícito, el Partido de Sánchez.

Menos solemne, «convención» juega un papel igual de primordial en el parlamentarismo británico. El Reino Unido no posee constitución redactada. Sus reglas de juego y garantías se atienen a usos y convenciones consagrados en el curso del tiempo. En la tradición británica, el texto de la constitución no puede ser reformado, porque no existe. Existe sólo el flujo continuo de las «convenciones» que configuran leyes fundamentales. Las convenciones constitucionales están en el origen de la democracia británica. Y carecen de sentido fuera de ella. Para acogerse a este uso fluido de la «convención constitucional», Sánchez y Urkullu deberían abolir antes la estática constitución escrita de 1978 y sustituirla por un cúmulo de usos y tradiciones en el cual, sin duda, el medievalizante «foralismo» sería mito fundante. Es sencillo hacerlo: basta con desplegar el acto de fuerza que –desde Gabriel Naudé– es convención llamar «golpe de Estado». ¿Es de eso, de verdad, de aquel «golpe de Estado permanente», de lo que Sánchez y Urkullu están hablando?

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