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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

España: «Como los erizos»

¿Nos destruiremos –todos, Cataluña igual que el resto de España–, como Sánchez dicta?

Actualizada 01:30

En su versión más bella, la «fábula de los erizos» es la prístina declaración de amor que Luis Cernuda da, en exergo, a su poemario de 1933 Donde habite el olvido: «Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos».

No da la fuente, Cernuda, de esas tan cinceladas líneas. No era necesario. Arthur Schopenhauer venía siendo el subsuelo anímico sobre el cual se sustentaba lo más lúcido del pesimismo literario que sigue a la catástrofe de 1898: la desaparición, tras ser Cuba amputada, de lo que, hasta esa fecha, había designado la palabra «España». Algo, de lo cual hoy vivimos una repetición desasosegante: así son siempre –pensaba Freud– todas las repeticiones.

Y sí, la maravilla de Cernuda yace en ese fogonazo –que es privilegio sólo del poeta– en el que se hace herida intimísima aquello en lo cual los destinos colectivos se cruzan y se estrellan.

Porque, en el huraño maestro alemán, la fábula de los erizos es el espejo de hielo sobre el que se proyectan las palabras de otro filósofo –el primero que se dijo tal–, igual de huraño, tal vez aún más pesimista: el que en Éfeso constataba, hace dos milenios y medio, que la guerra es el padre y el origen de todo lo humano. Schopenhauer matiza a Heráclito en su parábola. Tal vez, lo recrudece: «Una compañía de erizos, en una fría noche de invierno, se apretujó estrechamente, para protegerse de la congelación merced al calor recíproco. Enseguida, sin embargo, sintieron las espinas recíprocas: el dolor los forzó a alejarse, de nuevo, unos de otros. Cuando la necesidad de darse calor los obligo otra vez a juntarse, se repitió la misma desdicha. De modo que se vieron sacudidos entre dos males, hasta hallar la moderada distancia recíproca que les proporcionara la posición mejor». No hay entidad nacional, no hay colectividad ninguna, que no exista siempre en el conflicto de esa perpetua tensión de cercanías y alejamientos, consuelos y dolores. Y es esa una tensión siempre irresuelta y siempre contenida. O bien, resuelta en suicidio.

De la mano de Cernuda, releí a Schopenhauer, ayer domingo, en el que un estúpido Covid me impidió estar en Barcelona: en esa tierra en donde va a jugarse el destino de la nación al borde de perecer a manos de un político locamente ambicioso. Con este sombrío matiz, tan definitorio de los días extraños que nos han tocado: que la ambición no se proyecta ya en la construcción de desmesuras, sino en el desmesurado anhelo de destruir lo que otros construyeron. Y esa ambición regresiva borra, no ya presente y futuro, borra incluso el pasado, criminaliza el recuerdo.

Un político dispuesto a acometer eso es un delincuente. No hay duda de ello. No la hay tampoco de que, si triunfara en su empeño, seremos todos los demás los proclamados delincuentes por él. Se procederá a borrarnos, como se borraría la nación. Ni siquiera habremos existido nunca: ni nosotros ni ella. La equidistancia de las púas entre los paradójicos humanos, que anotaba Schopenhauer, será rota. Y seremos juguetes de la intemperie.

¿El resultado? ¿Nos destruiremos –todos, Cataluña igual que el resto de España–, como Sánchez dicta? ¿Sobreviviremos, como una sensatez elemental debiera dictarnos? De momento, sólo el desasosiego de lo peor nos enreda en una paradoja sin salida: «ya sabéis, como en los erizos».

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