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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

La política como un festín de mediocridad

Antaño los mandatarios buscaban el consejo y la enseñanza de grandes economistas y pensadores, hoy prefieren «asesores» y pelotilleros del partido

Actualizada 15:38

Este fin de semana estuve leyendo con agrado el libro Samuelson vs Friedman, del periodista inglés Nicholas Wapshott. Tiene el don de contar las cuitas entre gigantes de la economía como si fuesen la más amena novela, como ya había comprobado en una de sus entregas anteriores, Keynes vs Hayek.

Paul Samuelson y Milton Friedman, dos fieros adversarios intelectuales que mantuvieron buena relación personal, pasan por ser los colosos del pensamiento económico estadounidense del siglo XX. Tenían muchos puntos en común. Ambos nacieron en familias de judíos inmigrantes salidos del Este de Europa, ganaron el Nobel de Economía y hasta murieron a la misma avanzada edad, los 94 años. Además, durante casi 20 años debatieron en las páginas de la revista Newsweek, que los fichó en 1966 para reforzar su oferta pagándoles el equivalente a 5.800 dólares de hoy por cada uno de sus artículos quincenales (impensable en la prensa actual, que tal vez por ello está como está).

Pero las similitudes se acababan al bajar a la cancha de las ideas. Samuelson era un neokeynesiano, afincado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, y Friedman era un liberal que se convirtió en figura de la Escuela de Chicago. Samuelson, una lumbrera precoz, era más académico y ganó un buen dinero con un manual divulgativo llamado simplemente «Economía, un análisis introductorio». Es un clásico que ha despachado cuatro millones de ejemplares en 40 idiomas, a pesar de su título amuermante. Por su parte, el monetarista Friedman era un personaje más político que su contendiente. Nada le motivaba más que una fogosa refriega contra la izquierda socialista o los keynesianos (que no son lo mismo, pues el gran Keynes nunca fue socialista ni de izquierdas, en contra de lo que pensamos, y de hecho se choteaba de la burramia económica del Partido Laborista británico).

Samuelson se mostraba a veces juguetón. Bromeaba, por ejemplo, diciendo que «Wall Street ha predicho nueve de las cinco últimas recesiones». Poco a poco fue matizando el keynesianismo de su juventud y acabó sintetizándolo con la microeconomía neoclásica. Tenía la modestia de reconocer las limitaciones de su ciencia («lo que sabemos de la crisis financiera global es que no sabemos mucho»). También poseía el realismo suficiente como para asumir de qué materia están compuestos los políticos: «A los políticos les gusta decirle a la gente lo que quiere oír. Y lo que quiere oír es lo que no va a ocurrir».

Friedman, que llegó a tener una exitosa serie divulgativa en televisión, también podía ser socarrón («no existe nada más permanente que un programa temporal de un Gobierno», decía una de sus bromas liberales). La gran bandera de Friedman, alérgico al intervencionismo gubernamental, era la libertad: «Una sociedad que sitúa la igualdad por encima de la libertad no obtendrá ninguna de ellas. Una sociedad que sitúe antes la libertad que la igualdad logrará un alto grado de ambas».

Hablo de Friedman y Samuelson porque no fueron solo sabios aparcados en sus torres de marfil universitarias. Los políticos del siglo XX se interesaron por sus ideas y solicitaron su consejo y enseñanzas. Ambos trabajaron en el New Deal de Roosevelt recién graduados. Cuando un senador glamuroso hijo de un plutócrata de gran influencia, un tal J. F. Kennedy, comenzó a soñar con la presidencia, una de las primeras cosas que hizo fue llamar a Samuelson para que le impartiese clases de economía. El keynesiano, por cierto, le recomendó bajar impuestos para salir del relativo estancamiento de la etapa final de Einsenhower (ya ven, igualito que los «progresistas» españoles actuales…).

A Friedman le fascinaba la política y fue asesor de los gobiernos de Thatcher y Reagan, que en realidad jamás llegaron a aplicar del todo sus osadas recetas, a veces más libertarias que liberales. Pero aún así, caló en ellos la música de su discurso contra la zarpa intrusiva del Gobierno. Estudiando Química en Oxford, Thatcher había quedado impactada por la lectura de Camino de servidumbre, el libro del pensador austríaco liberal Friedrich Hayek que se publicó cuando ella tenía 18 años. Hayek carga a saco contra la economía planificada y defiende en esa obra emblemática que todo socialismo, incluso el democrático, acaba limitando las libertades de las personas y pastoreándolas hacia fórmulas totalitarias. Una anécdota, probablemente apócrifa, cuenta que cuando Thatcher celebró la primera reunión de su gabinete, rodeada de todos aquellos patricios tories mustios y encorbatados, plantó encima de la mesa un ejemplar de Camino de servidumbre y les espetó: «Caballeros, este es nuestro programa».

Cuento todas estas batallitas porque reflejan un mundo en que los gobernantes tenían interés por estar atentos a las nuevas ideas de su tiempo y donde buscaban el consejo, o la implicación activa en sus gabinetes, de las mejores cabezas de la era. El contraste se torna deprimente si se compara con la lacerante mediocridad intelectual de la clase política española actual, y lo que es peor, el desinterés de los grandes partidos por nutrirse con pensadores profundos y sus aportaciones.

La ministra de Hacienda es una médico lega en la materia. La de Economía, una funcionaria que trepó en Bruselas porque Rajoy la propuso en su día para un alto cargo (lo que agradeció mordiendo la mano de la derecha). Hemos tenido ministras de currículo cero, como Belarra y Montero. Y en el campo contrario tampoco está la cosa especialmente boyante. Feijóo puede tener las virtudes de la laboriosidad, la capacidad de repentizar y la templanza, pero no es un político de cultivar la mente con lecturas y de rodearse de la excelencia intelectual. Sánchez, en fin… hasta ha plagiado parte de su tesis. Antaño incluso la izquierda hacía un esfuerzo cultural, aunque fuese empachándose con equivocadísimos fárragos marxistas. Hoy todo ha quedado reducido a clichés y tuits –a veces con el plus mediático de mechas y bronceados de bote–, que es el compendio que ofrece el frívolo e ígnaro yolandismo.

Si viviesen en la España de hoy, Friedman y Samuelson, o Hayek, no merecerían una llamada de ningún partido. Demasiadas neuronas y matemáticas para el tiempo digital de la prisa loca y el déficit de atención. Donde antes había grandes economistas y pensadores hoy campan gurús márketianos y pelotilleros del partido.

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