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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Sánchez se va a la guerra (contra los jueces)

Sánchez ha meditado largamente su guerra contra los jueces. La hará ahora

Actualizada 01:30

«Siempre, en lo que mi memoria alcanza, o se hizo la guerra o se meditó cómo hacerla». En el curso de su correspondencia de 1525 con el gran Francesco Guicciardini, cerebro militar de Clemente VII, Nicolás Maquiavelo deja caer, casi a vuelapluma, esa acotación que es epítome de su obra. Carl Schmitt la recuperará, en 1932, para alzar sobre ella el búnker del Estado totalitario. Es muy sencillo, razona el gran jurista nazi. A fin de cuentas, el poder total de un político depende de una sutil ficción: convertir al adversario en enemigo; generar luego en los ciudadanos la certeza de que ese enemigo es una fuerza sanguinaria que ansía devorarlos; presentar, entonces, al Jefe, al Conductor, al Guía, al Führer, como el último muro que los separa del ogro.

La política, concluye un Schmitt pulcro lector de Clausewitz, es la variedad más refinada de la guerra: el florete, o aun el bisturí, en el lugar del aparatoso mandoble. Igual de letal, pero menos pringosa. Releamos aquel texto que, hace ahora casi un siglo, puso los fundamentos de este horror al cual llamamos hoy política: «La distinción política específica, aquella a la que pueden reducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción entre amigo y enemigo». El jurista alemán da así la bienvenida al ideal del poder en el siglo XX: donde la paz es prosecución de la guerra, y la política, ciencia del exterminio. Simbólico, cuando lo simbólico basta; material, sólo cuando se haga imprescindible.

Algunos tal vez recuerden la primera comparecencia de los entonces «jóvenes izquierdistas» Errejón e Iglesias en el Parlamento: era 2016, no hace tanto. Esgrimían, ufanos, un volumen que llevaba por título Teoría del partisano. A mí me produjo un malestar casi físico aquella inaugural declaración de principios. Pero, a la mayor parte de los comentaristas no pareció afectarles gran cosa que el nuevo progresismo tomase como estandarte el manifiesto tardío del jurista de cabecera de Adolf Hitler. Las fotos están en todos los periódicos de ese día. No hay más que tomarse la molestia de buscarlas en la hemeroteca. «La guerra de enemistad absoluta no conoce ningún acotamiento», proclama en ese libro Carl Schmitt. «Los contrincantes se empujan unos a otros hacia el abismo de la desvalorización total antes de aniquilarse físicamente». Y la aniquilación entre militantes partidarios, «se hará completamente abstracta y absoluta. Ya no se dirige contra un enemigo, sino que servirá a la imposición, llamada objetiva, de valores supremos, y estos, como es sabido, no tienen precio». Todo queda, a partir de ese punto, justificado: «Hasta la destrucción de toda vida que no merezca vivir».

El doctor Sánchez, lo sabemos, no es hombre de muchas letras. Salvo de las plagiadas. Pero, quién sabe si aquel par de jovencitos listos le contaron la fábula de Schmitt: construye un monstruo, tanto más eficaz cuanto más hiperbólicamente inverosímil; llama a los tuyos a protegerse de él; a no vacilar en aliarse con lo más obsceno, con lo más repugnante, si eso sirve para «alzar un muro» ante el monstruo. Que el monstruo se llame Feijóo o se llame Consejo General del Poder Judicial, que los aliados salvíficos sean una banda de corruptos delincuentes que huyeron de la justicia, da lo mismo. La eficacia nada tiene que ver con la verdad. Los villanos serán héroes. Y a la inversa. Y el Jefe Máximo se erigirá en único salvador de los valores supremos. De la «democracia», en este caso.

«Siempre, en lo que mi memoria alcanza, o se hizo la guerra o se meditó cómo hacerla». Sánchez ha meditado largamente su guerra contra los jueces. La hará ahora.

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