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LiberalidadesJuan Carlos Girauta

Hombres de poca fe, no molesten

El fatalista, además de pesado, es un estorbo para quienes supuestamente apoya. No aporta nada a la causa y, encima, sus pocos esfuerzos se centran en extender un desánimo pegajoso y paralizante

Actualizada 01:30

No es preciso que cada ciudadano opuesto al autogolpe maneje con soltura veinte argumentos. Insisto en que los contrarios a la autocracia debemos aportar algo personalmente, lo que sea, salvo fatalismo. No lo hallarán en las grandes movilizaciones callejeras, pero eso no es significativo: el fatalista no se echa a la calle; como solo ve derrota, sigue lamentándose en el sofá y contándole a su cónyuge lo que los demás tendrían que hacer. Encuentro algunos fatalistas comentando estas columnas. Entre los gentiles lectores que tienen a bien dejar sus opiniones hay de todo. Yo agradezco mucho que antes de opinar me lean. No es el caso de quien ayer me afeó omitir que la huelga general la convoca Solidaridad, extremo que dejé claro como el agua cristalina. Hay comentaristas de columnas que no leen las columnas como hay críticos literarios que no leen los libros que les asignan. Aunque quizá nada supere al doctor que no ha leído su tesis. El gran traidor, además de golpista, es un tramposo compulsivo. Ahora mismo se está haciendo trampas al solitario. Lo imagino jugando solo al ajedrez –no, al parchís– para ganar siempre. Eso le encajaría como anillo al dedo a un tipo que pretende liquidar la alternancia política.

Volviendo al asunto, el fatalista, además de pesado, es un estorbo para quienes supuestamente apoya. No aporta nada a la causa y, encima, sus pocos esfuerzos se centran en extender un desánimo pegajoso y paralizante. Se diría que esos personajes son infiltrados del sanchismo, dadas las sofisticadas técnicas que hoy se aplican en las redes sociales con la inestimable ayuda de los siniestros tentáculos de Putin. Pero la experiencia política me ha enseñado algo: no hay que buscarle tres pies al gato cuando de falta de empuje se trata. En cada organización política hay personas adheridas al ideario, incluso con responsabilidades institucionales, que insisten en poner palos en las ruedas. A unos, por tirar a cobardones, les tiemblan las piernas cada vez que hay que levantar la voz y enfrentarse a lo que ellos creen opinión mayoritaria porque han leído no sé qué en El País o ven La Sexta. Son los que quieren caer bien a todo el mundo. Un lastre. Otros llevan en el cuerpo la negatividad, una pasión como cualquier otra, aunque más molesta que el coleccionismo de chapas de cerveza o el gusto por las Harley-Davidson. Recuerdan a los puritanos. Salman Rushdie resumía así un viejo concepto: «El puritanismo es temer que alguien en algún lugar del mundo esté siendo feliz».

El estudio de la polemología, o un ligero conocimiento la historia, enseña que la motivación, la presencia de ánimo, la convicción de que se va a ganar confieren una especie de superpoder. Sin él sería inexplicable que, contra toda intuición, tres de cada cuatro veces el más poderoso pierda los conflictos (David y Goliat, Malcolm Gladwell, 2013). Por eso sería bueno que los fatalistas se tomen un descanso. Ya les avisaremos cuando venzamos.

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