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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Burundi (antigua España), capital Ginebra

Un frío sábado de diciembre, cuando las cumbres alpinas empezaban a blanquear, ese presidente especialista en engañar a todos todo el tiempo, se citó fuera de la antigua España con un prófugo de la justicia para asegurar la continuidad

Actualizada 01:30

Érase un país llamado Burundi (antigua España), ubicado en la península Ibérica, que eligió a un déspota como jefe de Gobierno, decidido a sacrificar todo cuanto estuviera a su alcance para conservar el poder. La nación, aunque vieja y sabia y con 45 años de Constitución democrática, se había dejado arrastrar por las corrientes populistas de otros países de su entorno, poniendo en riesgo así los valores que la habían convertido en una de las democracias liberales más respetadas del mundo. Aquel autócrata había ido traspasando una a una todas las líneas rojas que nadie se había atrevido a franquear, hasta ceder al chantaje siciliano de unos gobernantes devenidos en delincuentes dispuestos a canjear sus siete preciados diputados (fruto de sus menos de 400.000 votos) por un rancio privilegio de inviolabilidad.

Un frío sábado de diciembre, cuando las cumbres alpinas empezaban a blanquear, ese presidente especialista en engañar a todos todo el tiempo, se citó fuera de la antigua España con un prófugo de la justicia para asegurarse la continuidad. Envió de vicecónsul a un fontanero de soplete y estopa, tan inmoral como él dispuesto a todo por su bwuana, incluso a sentarse con el forajido que escapó en un maletero para huir de la condena merecida que le aplicaría un Estado de Derecho. Con la opacidad más absoluta, de espaldas al Parlamento y a la fiscalización de la prensa, se celebra una reunión que ningún país europeo habría aceptado sin caer en la mayor degradación moral y política de su historia, de la Historia. Como advirtieron Levitsky y Ziblatt en su indispensable trabajo «Cómo mueren las democracias», esta es una de las maneras más certeras de acabar con el Estado de Derecho, de subvertir la historia, de hacer morir al sistema desde el mismo corazón del Gobierno. Ni Erdogan ni Putin tuvieron que dar un golpe de Estado para acabar con la libertad en sus países. Los autócratas no necesitan derogar sus Constituciones, sencillamente actúan como si no existieran: acaban con la separación de poderes y criminalizan al adversario político y mediático ante el que construyen un muro de patrañas y sectarismo.

Además, la ignominiosa escena es arbitrada por un grupo de ventajistas dedicados al negocio de la verificación internacional, entre otros un salvadoreño que participó en las negociaciones de Colombia con los terroristas de las FARC, especialista en conflictos armados que asistirá a la claudicación de una democracia ante sus enemigos por una septena de votos. Es decir, actuará como mediador entre un país tercermundista recién salido de un conflicto armado –la antigua España hoy Burundi– y la guerrilla libertadora –los separatistas– perseguida por su compromiso con las libertades. De esta manera, el eje de la vida política se traslada a un país extracomunitario, donde se decide su futuro y se ventila cómo acabar con la soberanía nacional, cómo convocar un referéndum para la independencia de unos supremacistas, cómo ceder el 100 por cien de los impuestos a los malversadores sentenciados y cómo dejar la imagen internacional de España a la altura del betún.

Aquella vieja democracia volverá hecha una piltrafa de esa infame mesa de negociación. En contra de lo que vende su partido, el felón presidente no se ha prestado a esa definitiva capitulación para sellar la reconciliación entre catalanes y el resto de españoles, sino para garantizar que no perderán el único asidero presupuestario que les queda, tras haberse dejado en unas elecciones todo su poder autonómico y municipal. Con esta decisión, la nueva Burundi europea, que recuerda a la negoció con Bélgica en 1962, lanza una imagen al resto de Europa de que no es la cuarta economía de la UE que decía ser, sino una democracia de baja calidad con un conflicto de identidad sin resolver que requiere de un salvadoreño para cumplir sus «acuerdos de paz».

Mientras la movilización cívica continúa, como ayer, habremos de darnos el pésame por el país que nos legaron nuestros mayores y que ayer perdió la verticalidad en una nación como Suiza, donde nuestros padres –los míos, desde luego– fueron a construir un futuro mejor para la España de la mitad del siglo XX. Un país donde, aunque tienen sus cantones, su descentralización y sus cosas, no aceptan ni una broma con su unidad nacional. Un Puigdemont cantonal habría sido retornado a la voz de ya a Berna para ser juzgado; el Gobierno helvético no le hubiera concedido un indulto a cambio de votos; ni el fugado estaría comiendo queso y chocolate tras usar dinero público indebidamente, relamiéndose de la derrota de la antigua España, hoy Burundi.

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