Recuerdos de un magnicidio bestial
Más de uno pensó entonces, ante la tumba abierta de Luis Carrero, si cuando Franco decía que «todo estaba atado y bien atado» no se refería precisamente, o fundamentalmente, a aquel hombre, su más leal colaborador, que ya no podía velar porque se guardara su testamento
Hay momentos de nuestra vida que permanecerán por siempre indelebles en nuestra memoria. Generalmente van unidos a un acontecimiento, a un gran impacto histórico que marcó nuestra vida. En la generación de mis padres casi todo el mundo recuerda dónde estaba cuando se enteró de que habían asesinado a Kennedy. En la mía todos sabemos exactamente en qué momento nos enteramos del ataque terrorista al Wall Trade Center neoyorquino. Yo estaba en casa, comiendo solo y con la tele encendida cuando empezó el Telediario de las 3 de la tarde y Ana Blanco nos narró durante horas una tragedia –que yo ya viví desde la redacción de ABC–.
Pero el magnicidio que marcó mi infancia fue el del almirante Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno. Hoy hace 50 años de aquella barbarie que, sorprendentemente, no cambió mi día. Yo vivía en Santander y la jornada escolar se había mantenido sin cambios. A mi mujer, que estudiaba en Madrid en el colegio Montealto sus padres fueron a sacarla de clase y llevársela a casa. Cuanto más cerca estabas del atentado y del centro de la política nacional, más inquietud se generaba.
Recuerdo perfectamente en el momento que escuché a mis hermanos mayores la frase «Han matado a Carrero». Yo tenía siete años y carecía del más mínimo concepto respecto a quién era Carrero. Mis hermanos mayores tenían tres y cuatro años más que yo. Estábamos esperando al ascensor en el número 41 de la calle Castelar de Santander. Debían de ser las ocho de la tarde. Veníamos de practicar judo en el gimnasio Karatekán de la calle Cádiz de Santander, dirigido por el gran Manolo Palacios. Hay que ver qué cosas ha hecho uno y cuántos recuerdos perfectamente inútiles guarda de su infancia.
Años después escuché el testimonio de una mujer a la que quise mucho y que cada día coincidía en Misa de 9,00 en los Jesuitas con el presidente del Gobierno. Su nombre era Paulina Botella López y era, probablemente, la mejor amiga de mi abuela Elena Botín. De hecho, veraneaba en su casa cada año. Paulina era periodista, había sido la secretaria de Manuel Halcón cuando dirigía Semana –con un enfoque informativo diferente a la actual revista de ese nombre- y el 20 de diciembre de 1973 era, desde hacía años, redactora de Blanco y Negro. Paulina decía que siempre pensó que era una insensatez que Carrero entrara y saliese solo de la Iglesia, sin nadie protegiéndole. Él se sentía seguro. Ella creía que podían atentar contra él. Pero jamás imaginó un crimen de la bestial magnitud del que se perpetró hoy hace medio siglo. Mas, en cuanto percibió la dimensión de la explosión estuvo segura de lo sucedido y se fue corriendo a la cercana redacción de ABC. Todavía se tardó en confirmar la intuición que ella tenía. Y en esos tiempos un periódico impreso no tenía capacidad de romper una exclusiva así. Paulina Botella fue quien me inyectó en la sangre el veneno del periodismo y a su muerte, sus sobrinos y herederos aceptaron venderme sus acciones de Prensa Española.
El magnicidio de Carrero Blanco sin duda supuso un cambio parcial en el devenir del final del franquismo. Él había sido el gran promotor de la sucesión de Franco en la persona de Don Juan Carlos como Rey. Pero afortunadamente no se llegó a cambiar lo que Carrero había diseñado durante tres lustros: la reinstauración de la Monarquía. Uno de sus más estrechos colaboradores, Laureano López Rodó, lo dejó escrito con detalle en su monumental obra «La larga marcha hacia la Monarquía». Noguer. Barcelona 1977. Un apunte del 21 de diciembre de 1973: «El día 21 los Príncipes presidieron la misa corpore insepulto. Don Juan Carlos presentaba visibles muestras de haber sido afectado con mucha fuerza por la tragedia. Por la tarde representó a Franco, aquejado de fuerte catarro, en el entierro; presidió una inmensa multitud, un par de metros adelantado sobre el Gobierno y las representaciones extranjeras. Allí solo, caminado tras el féretro, debió de reflexionar muy hondamente sobre la vida y la muerte de quien hasta entonces había sido para él un grande y potente amigo y aliado.
»En el cementerio de El Pardo, Don Juan Carlos, emocionado en lo más profundo, echó la primera paletada de tierra sobre el ataúd que contenía los restos de Carrero. Hacía un frío intenso, un frío destemplado que encajaba con justeza en aquel ambiente abatido del anochecer. No hacía falta hablar con el Príncipe para conocer sus sentimientos: los llevaba diáfanamente escritos en el rostro. Era tiempo de dolor y preocupación. Más de uno pensó entonces, ante la tumba abierta de Luis Carrero, si cuando Franco decía que ’todo estaba atado y bien atado’ no se refería precisamente, o fundamentalmente, a aquel hombre, su más leal colaborador, que ya no podía velar porque se guardara su testamento.»
Hoy hace 50 años Don Juan Carlos se quedó sin una de las figuras que jugaron un papel decisivo en que fuera Rey. Por sí mismo, aunque sólo fuera por ser capaz de encontrar otras personalidades que ocuparan el papel que quizá Franco guardaba para Carrero Blanco, Don Juan Carlos dio como Rey a todos los españoles más de lo que casi nadie esperaba que fuera capaz de hacer hace medio siglo. Y hay muchos que no le perdonan ese éxito del que nos beneficiamos todos los españoles. Hasta los que más le odian.