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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Vuelven las cartillas de racionamiento

Si España va como un tiro, ¿por qué hacen falta tantas medidas asistenciales típicas de sociedades pobres y teledirigidas por caciques?

Actualizada 01:30

Cuenta la leyenda, y si no es cierta merece serlo, que allá por los años 70 el régimen norcoreano decidió persuadir a sus compatriotas de que la irrelevante selección nacional de fútbol participaba en el Mundial de la época, algo tan improbable como que, digamos, María Jesús Montero imparta lecciones de locución, Arnaldo Otegi de pacifismo o Pedro Sánchez de cualquier cosa.

Lo hizo programando en televisión un partido enlatado, contra un rival lo suficientemente menor como para que la colección de tuercebotas que representaba al Régimen pudiera vencer, incluso con holgura.

Supieran o no los norcoreanos la trampa, vivieron el espectáculo con la misma pasión que nosotros aquel célebre España-Malta de 1983, conservado en la memoria colectiva en la misma vitrina gloriosa de la final del Mundial que ganamos con el gol de Iniesta y las paradas de Casillas.

España tiene un Gobierno que, con métodos algo menos burdos y medios más sutiles, despliega la misma propaganda norcoreana para reescribir la realidad y decirle a la gente que, eso que ven con sus propios ojos y sufren en sus propios riñones, no es verdad frente al universo paralelo difundido en las televisiones de cabecera.

Los datos objetivos, sin la siniestra cocina tezanista que ya lo pringa todo, demuestran que tenemos el peor paro de Europa, la mayor pérdida de poder adquisitivo, los daños educativos más estructurales y los índices de pobreza más calamitosos de Occidente; entre otros estragos.

Todo ello construye un país que se ha hipotecado para décadas con el único objetivo de simular, durante los años de Sánchez, una falsa apariencia de bienestar social, epicentro de un proyecto asistencial y clientelar que sustituye la aspiración de ser todos «libres e iguales» por la imposición de tener el mayor número de «borregos y dependientes».

El gran negocio de un proyecto populista es la pobreza y la ignorancia, que son la fábrica de sus electores, lo que explica la apuesta de Sánchez por hacer crecer las cifras de ambos, a ser posible combinados.

Si solo personas convencidas de que su supervivencia depende de la magnanimidad del líder, y además intelectualmente impedidas para detectar la trampa y entender la alternativa, pueden vincularse a tipos como Sánchez, ¿a qué otra cosa va a dedicarle tiempo y recursos Sánchez si no es a la proliferación de esos rebaños?

El resto lo hacen la propaganda, inmisericorde en una España cuyas televisiones oscilan entre la inoculación de sanchina en vena y el ocio ovino, para mantenernos tontos, engañados y entretenidos; y el neolenguaje orwelliano, capaz de envolver las peores ideas y los más dañinos efectos en una capa de luz aparentemente inmaculada.

La «muerte digna», que es el eufemismo del cruel suicidio asistido que el Estado acabará ofreciendo a personas solitarias o deprimidas sin ninguna enfermedad terminal, es el mejor ejemplo para entender esa estafa piramidal que son las políticas tendentes a ahogar al ciudadano para luego rescatarlo, malherido e impedido para siempre, a cambio de una lealtad electoral inquebrantable.

Ahora Yolanda Díaz, fabricante de parados de alma estalinista, ha presentado en sociedad otro adefesio insoportable: las «tarjetas monedero», que es la manera fina de reconocer que en España vuelve a haber cartillas de racionamiento, pero con diseños bonitos.

El mensaje final no puede ser más frustrante para quien crea que una sociedad sana es aquella con pocos dependientes, aunque el precio de su libertad para los poderes políticos sea reducir su hegemonía y especializarse en una gestión eficaz de los contados asuntos, pero muy relevantes, que ganan en prestaciones si se delegan en el Estado: justicia, seguridad, defensa, sanidad y educación, si no es en régimen de exclusividad, y una hacienda razonable.

Porque la propuesta final se reduce a un catálogo de ayudas lastimosas para una parte de la sociedad, a costa del esfuerzo de la otra, insultada y despreciada a menudo por quienes reciben su solidaridad fiscal confiscatoria, tan involuntaria como ya inevitable.

Todo ello envuelto en una retórica social que esconde la verdadera naturaleza de una política empobrecedora: convertir en víctima al mayor número posible de personas, hacerlas creer que no son responsables de nada, castrar el apetito natural del ser humano por la prosperidad y el esfuerzo y salvarlas luego a duras penas a cambio de que vendan su alma al diablo. Sea usted pobre y tonto, pero vóteme, que ya me encargo yo de mantener sus constantes vitales lo justo para que nos salga bien el negocio.

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