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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Bestias y salvajes

Atentar contra una obra de arte es más que una brutal indecencia. Es un delito

Actualizada 01:30

El periodismo necio –o militante de la ultraizquierda– les denomina «ecologistas radicales» o «activistas climáticos». Las redacciones de muchos periódicos, agencias, gabinetes de prensa, cadenas de televisión y radios, blanquean a estos delincuentes suavizando los adjetivos. Después de pegarse a los marcos de las Majas de Goya en el museo del Prado, han lanzado toda suerte de porquería contra la mampara de cristal que protege a la Mona Lisa de Leonardo en el Louvre. Antonio Naranjo ha colgado el siguiente mensaje en las redes. «Ya está bien de llamar 'activistas climáticos' a imbéciles que atacan museos y atentan contra la misma Mona Lisa. Son delincuentes, vándalos y cretinos». Y muchas más cosas. Son gilipollas, salvajes, bestias, insensibles y asesinos del Arte. Pero aquí seguimos con la murga del ecologismo radical y el activismo climático. Terminarán llamando a los terroristas «vehementes extremados» o «fanáticos imprudentes». Por otra parte, son unos cursis, que muy poco significa comparado con su repugnante lenguaje.

La simpar Ione Belarra –que al paso que va se queda sóla en Podemos– ha invitado al Congreso de los Diputados, y ahí los ha recibido y agasajado, a la maloliente pareja de terroristas de museo que destrozaron los marcos de las Majas de Goya. Y escribo de maloliente pareja, porque su aspecto proyecta una falta de higiene muy propia de esa banda internacional de cobardes estúpidos. Cobardes, porque saben que, con el apoyo de quienes los definen de ecologistas radicales y activistas climáticos, los partidos de la ultraizquierda se situarán inmediatamente de su parte, y no de sus partes, porque la primera reacción que merecen sus fecales acciones no es otra que una patada bien dirigida a sus entreperniles, ya sean masculinos o femeninos. ¿Qué ánimos les ha dado la Belarra? ¿Hasta qué nivel de inmundicia han llegado estas señoritinas de la ultraizquierda para recibir en el Congreso de los Diputados a esa pareja de energúmenos? ¿Se creen valientes y protagonistas de actos heroicos estos sinvergüenzas? ¿Le han informado a la Belarra de sus planes inmediatos?

La humanidad no ha enloquecido. Se ha humillado a sí misma, y no se ha apercibido de su ridículo buenismo. Es sabido que el 90 por ciento de los profesionales del activismo ecológico –como escriben muchos periodistas– son ecologistas urbanos, incapaces de distinguir un pinar de un hayedo, una perdiz de un conejo, y una trucha de una carpa. Lo que se llama el ecologismo sandía, muy verdes por fuera y muy rojos por dentro. Creen que el toro bravo es una especie salvaje, y que el nombre científico de los ciervos recién nacidos es el de Bambis. Más allá, no hay mayor conocimiento. Y siempre, para impactar en la sensibilidad de los cretinos, aplican a cualquier bobada la ridícula adjetivación de sostenible. «¿Qué haces el domingo?»; «senderismo, ¿te apuntas?»; «si se trata de senderismo ecológico y sostenible, me apunto ya»; «ea», «pues ea».

Atentar contra una obra de arte es más que una brutal indecencia. Es un delito. El que atenta contra una pintura, un dibujo, o una escultura, es un delincuente, y como tal, debe ser tratado por las Fuerzas del Orden y los jueces. Son malhechores, aprovechados, publicistas de su incultura y pobres bestias mimadas por una sociedad que ha perdido su escala de valores y su sentido de la autodefensa.

Unos delincuentes gilipollas. También los que semánticamente les amparan y los que alientan sus atrocidades y los reciben como si fueran personas más o menos normales.

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