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Enrique García-Máiquez

Doble nacionalidad

Hace falta una doble nacionalidad donde la espada del poder civil se equilibre con la espada de la autoridad moral de la Iglesia. Si todo se confunde, nos confundimos todos

Actualizada 01:30

He releído la biografía de Chesterton de Joseph Pearce publicada en Encuentro con una nueva melancolía. Me preguntaba si Chesterton se habría convertido al catolicismo en estos tiempos. Él mismo explica que su hermano Cecil, primero, y luego él, vieron en la Iglesia Católica una fuerza que hacía frente al signo de los tiempos, a los que la iglesia anglicana se plegaba con sumisión ovina. Ronald Knox, también converso, la satirizaba por el modo en que «moderando el celo piadoso,/ convirtieron el «Yo creo» en un «Uno siente realmente»…».

Chesterton explicaba así su conversión: «A mí no me sirve una Iglesia que no sea combativa, que no pueda llamar a la lucha y hacer que sus miembros cierren filas y avancen en una misma dirección». Y seguía: «No deseamos una Iglesia que, como dicen los periódicos, avance con los tiempos. Queremos una Iglesia que haga avanzar al mundo, que le haga alejarse de gran parte de las ideas a las que se está acercando en la actualidad […] Esta es la prueba que permitirá a la historia juzgar si realmente la Iglesia, cualquiera que sea, es o no la verdadera Iglesia». El jesuita Woodlock declaró que la recepción de Chesterton en el seno de la Iglesia católica había sido una consecuencia directa de la repugnancia que sentía ante «el modernismo descontrolado y las enseñanzas heréticas».

Lógico: nadie se convierte para pensar como antes. Si todo da igual, nos quedamos igual, que es más cómodo. Por supuesto, los creyentes volvemos a pensar como Chesterton, que «no podría abandonar la fe sin recurrir a algo más superficial que la fe»; pero todos sabemos que desistir de la oposición al mundo, en sentido paulino, es letal. Tenían razón los güelfos blancos de Dante. Hace falta una doble nacionalidad donde la espada del poder civil se equilibre con la espada de la autoridad moral de la Iglesia. Si todo se confunde, nos confundimos todos.

También es significativo que la tentación de acomodarse al mundo venga ahora principalmente en el campo de la moral, y de la moral sexual. Lo predijo Chesterton, que advirtió que la herejía del futuro sería de costumbres y no filosófica. Y se me redoblaba la melancolía, leyendo el espléndido resumen de Francisco José Contreras del libro de Stephen C. Meyer Return of the God Hypothesis. Cuando la Ciencia prácticamente demuestra la existencia de Dios, vamos y nos enfangamos en un relativismo moral que nos lo aleja. Y en el debate social y filosófico, el ateísmo está siendo derrotado, como explicaba en este mismo periódico el artículo de Jorge Soley. Estos avances de la Ciencia y de la Filosofía, ¿no hacen incomprensible tanto desánimo eclesial?

No piense nadie que defiendo las condenas y la intolerancia. Habiendo puesto el ejemplo de la combatividad de Chesterton, que jamás se peleó personalmente con ni uno solo de sus contrincantes, se entenderá lo que quiero decir. Se trata de sostener otro ideal de vida, una cosmovisión propia, una metafísica clara, una moral luminosa y proponerla con alegría y sin complejos al mundo, que lógicamente tendrá sus propuestas, que no tienen por qué ser las evangélicas. Desde un punto de vista estrictamente mercantil, eso aumenta la oferta de modos de vivir, lo que redunda en beneficio de la diversidad y de la riqueza de opciones. Desde un punto de vista cristiano, consiste en no dejar de proponer la verdad de Cristo en un mundo de opiniones multiplicadas y divididas. Convencido o no, el personal lo agradece. Como avisó Nicolás Gómez Dávila: «El mundo sólo respeta al cristiano que no se excusa».

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