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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Knopfler: el límite

Eso que tal vez otra mano vuelva a hacer sonar cuando ya no esté Knopfler, cuando ya no estemos

Actualizada 01:30

En la primavera de 1996, Mark Knopfler, arropado por un sobrio cuarteto de cuerda, grabó uno de los más bellos pasajes de la historia del rock and roll. Pocas veces su guitarra «Gibson Les Paul» –una de las varias que fueron suyas– sonó con tan sopesada elegancia: violonchelo, violines, viola fluían con cómplice sosiego en torno a riffs de una madurez que no necesitaba ya hacerse notar. Y daba curso a ese instante en el cual un intérprete se deslíe en la música para abolir así la herrumbre del tiempo.

La semana pasada, Knopfler puso en subasta más de un centenar de las piezas que componen su soberbio bagaje de guitarras. Herramientas de trabajo, por supuesto. Durante algo más de medio siglo. Pero no hay herramienta que no se trueque en fetiche a lo largo de una vida. El músico al que escuché en el Madrid de los años ochenta no pasaba de los treinta y pocos. Y ya entonces, envuelto en los Dire Straits de los «Sultanes», conmovía la medida delicadeza en la elección y el uso de cada una de las guitarras que iban tejiendo la trama del concierto. Porque cada canción, tal vez cada pasaje de cada canción, exige su instrumento exacto, ese cuya precisión en ese instante ningún otro puede suplir. La «Les Paul» para Brothers in arms, la «National de 1937» que suena en Telegraph Road, la «Eastman» con la que acompañaría, años más tarde, a Emmylou Harris…

Me emocionaba entonces –me sigue emocionando– la fraternidad que une a los devotos de artesanías muy diversas. Knopfler es de mi edad y puede que esto sea sólo una de tantas manías generacionales. Da igual: con el tiempo, uno sabe que las manías son lo único respetable de la vida. Y saber plegarse a la exigencia que cada objeto artesanado impone sobre el instrumental por el cual –y por el cual sólo– aceptará cobrar vida, es condición sin la cual nada se sobrepondría a lo efímero. El que escribe sabe muy bien qué estilográfica exige cada proyecto, y qué tipo exacto del papel exige esa estilográfica, y bajo qué color de tinta impondrá ese papel sus condiciones para revelar algo que merezca –si hay suerte– un día ser leído. Hay un bello –y terrible– cuento de Mishima que narra lo mismo acerca del cortador de sushi y sus cuchillos. No pienso que sea muy distinta la relación del cirujano con su bisturí. Ni la del carpintero con su caja de herramientas. El instrumento es sagrado.

Knopfler ha subastado, hace unos días, lo que yo me resisto a llamar su «colección» de guitarras. Como me niego a llamar «colección» a las estilográficas, comunes o extrañas, cuyo uso me es impuesto por lo único que he sabido hacer en esta vida. Toda la prensa, en todo el mundo, machaca igual lugar común: la cifra exorbitante de la venta y, en algún caso, el detalle de que una cuarta parte de ese beneficio haya sido destinado por el músico a fondos caritativos. Está bien, es curioso. Curioso sólo. Deja de lado lo esencial. Y eso esencial pone en juego estratos muy hondos, allí donde se juega la verdad de un hombre: el límite.

«Soy viejo». Es la única explicación que se ha dignado dar Marc Knopfler. Mis manos no podrán ya muy pronto extraer toda la belleza que blindan esos artefactos. Es hora de dejar que otras manos más jóvenes domen la herramienta; y sean por ella domadas. El tiempo del artista acaba. Como el de todos. Sus dedos envejecen. Como todos los dedos. Como todo. Como todo, salvo la obra: ese único milagro de eternidad.

El estupor ante las «Variaciones Goldberg» que grabó Gould en 1955, el destello de esplendor geométrico ante el Leonhardt que hace sonar el mismo pasaje veinte años más tarde, en nada los modifica el dato de que los hombres que ejecutaron el algoritmo bachiano ya no existan. Quiero soñar que sobre el piano del canadiense se posen manos jóvenes, buscando igual secreto; que, sobre el clavecín del holandés, otros dedos vuelvan a iniciar el aria da capo, con la que un maestro de capilla en Leipzig suspendió, hacia 1741, el decurso de las horas.

Es la lección de los maestros. Nada importa el yo que pulsa artilugios tan condenados a muerte como la mano misma que les da vida. Importa lo que escapa al tiempo. Eso que tal vez otra mano vuelva a hacer sonar cuando ya no esté Knopfler, cuando ya no estemos.

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