Sánchez: paga o muere
No hará falta ya introducir siquiera el delito de terrorismo en la ley de amnistía. Sencillamente, porque el delito de terrorismo habrá dejado de existir
La historia, no lo olvidemos, empieza con un falsificador. Que encarga –por vanidad o complejo– una tesis doctoral a sus subordinados. Los requeridos se limitan a plagiar dos o tres manuales. El falsificador firma tal palimpsesto como propio. Más tarde, incluso lo publica. No es un caso único, desde luego. Algún que otro político hizo lo mismo en universidades europeas muy prestigiadas. La diferencia es que ellos sabían el riesgo con el que cargaban. Aquellos cuyo fraude fue descubierto cayeron en repudio y deshonor perpetuos. Nuestro ilustre falsificador alcanzó, por el contrario, la jerarquía más alta. Y ahí sigue. Puede que el más triste de nuestros patrimonios nacionales sea la exaltación del pícaro.
La historia continúa con el falsificador encargando a una subordinada la redacción de un nuevo libro a su nombre. Ditirámbico relato del invulnerable ungido: para entonces, el personaje le ha levantado ya la secretaría del PSOE a una pobre pardilla sureña; ha metido votos a puñados en las urnas que votaban su primacía en el partido; lo han pillado; lo han echado; ha vuelto; ha liquidado a punta de navaja a todos sus contradictores, que, la verdad, renqueaban ya demasiado para enfrentarse a un killer tan ayuno de escrúpulos… Necesitaba levantar su monumento: alzar estatua a su majestuosa «resiliencia», horroroso palabro que deleitaba a amo y copista. Cuatro años después, la misma asalariada le escribirá un segundo libro, también por él firmado. Tres apócrifos en menos de un decenio. Todo un récord de vanidad fraudulenta.
Pasaron casi seis años desde que llegó al gobierno. En el verano del 23 perdió unas elecciones generales. Pero podía mercadear su permanencia, ofreciendo un buen trueque a delincuentes con condena firme… Entonces, el encontronazo con esa gente, bastante más coriácea –así cuadra a aquel que pasó por la cárcel– que sus medrosos colegas, le ha impuesto una realidad que no acepta falsificaciones: paga o muere.
Dentro de unas semanas, el gran sacerdote del culto de sí mismo desmentirá lo dicho la semana pasada y hará votar por el parlamento la extinción, en el código penal, de unos delitos de terrorismo que, nos explicará, son anacrónicos residuos del franquismo. No hará falta ya introducir siquiera el delito de terrorismo en la ley de amnistía. Sencillamente, porque el delito de terrorismo habrá dejado de existir. Y, si los jueces dicen algo, se les fulmina. ¡A ver, si no, quién manda!
Un falsificador, al cual le han ido saliendo siempre bien las cosas, un doctor plagiario que ha obtenido de su falsificación rentabilidades políticas y salariales –para él, familia y amigos– impensables… Un ejemplo, en suma, para todos aquellos jóvenes que busquen aprender de qué manera se puede llegar a rico y poderoso hoy en España. Estafando.
Lo entiendo casi todo en ese trayecto de ambición sin prejuicios morales: el triunfo aquí depende de eso. Salvo un pequeño detalle que no acaba de cuadrarme. Entiendo el primer plagio: alguien debió decirle que, para parecer algo más que un chico guapo, debía incluir tesis doctoral en su currículum. Deprisa y como fuera. Se la hicieron los empleados de un amigo. Plagiándola, ¿qué más da? Simple pragmatismo. Pero, ¿a cuento de qué venía lo de después, esos dos libros más, que, ya presidente del gobierno, hace escribir por una amanuense, y firma él sin el menor sentido del ridículo? Es ya el hombre con más poder de este país, ¿qué gana con ser el mindundi que pone nombre a las líneas de otra mindundi menos analfabeta?
Podría producir enojo. Aunque, a mí, más bien me mueve a un turbio sentimiento entre la piedad y la risa. Pero el enigma persevera: ¿qué clase de tipo anhela lo menos cuando tiene lo más? Alguien no muy en su sano juicio, me digo.
Y entonces, milagrosamente, doy con estas dos líneas de Rudyard Kipling que había olvidado: «los niños que acaban de aprender una palabra soez no se quedan contentos hasta que la escriben con tiza en alguna puerta. Y eso también es literatura».
Literatura de retrete, en la cual se complace el amo. Sólo que un niño que juega a las obscenidades desde el lugar más alto del Estado debería darnos miedo. Aunque nos parezca cómico.