De los sueños, de las realidades
La eternidad, en la hermética salvaguarda de la biblioteca, habita los libros cerrados
Madrugada de domingo. Madrid, embriagador bajo su cielo que miente primaveras en enero. Todo podría ser perfecto: la luz, tan cristalina como un teorema geométrico; el silencio de la ciudad aún no desperezada; la milagrosa ausencia de lo humano, de sus ansias, sus barullos, sus mezquinos afanes; y una tacita de té que hace nido en mi mano izquierda. La eternidad, en la hermética salvaguarda de la biblioteca, habita los libros cerrados. Hay el zureo sólo, en alguna oquedad imprecisa entre las tejas, de una estúpida paloma a la que las astucias milagrosas de la luz habrán llevado a confundir las estaciones. Verdaderamente, el mundo podría estar bien hecho.
Apuro entonces el último sorbo. De camino a mi escritorio, sosiego la mirada sobre los viejos lomos, cuyos tejuelos no necesito leer para reconocer cuándo y cómo llegaron a ser yo más de lo que yo nunca habré de serlo. Los dos tomos de esa obra absoluta a la que el vizconde de Chateaubriand dio nombre sabio de Memorias de ultratumba imponen sus arrogantes cuatro mil páginas de inteligencia, a los vecinos de balda: Saint-Just, Danton, Staël… Tomo el primer volumen, que hace ya bastante hice volver a encuadernar para evitar quedarme con las hojas en las manos. Los libros que uno ha frecuentado lo bastante tienen siempre la delicada cortesía de abrirse solos. Por el pasaje exacto. En la enseñanza insoslayable: «Me visteis en medio de mis sueños; me veréis ahora entre mis realidades». Y el gran señor se excusa de lo que viene: la vida tumultuosa del político, del diplomático, del ministro que lo ha sido todo. Al precio de serlo. Al precio de que político, diplomático, ministro, lo que sea, hayan, al fin, contaminado al escritor y devorado su tiempo. «No soy más, a fin de cuentas, que una máquina de hacer libros», había escrito él. Los años perdidos en hacer otras cosas –bagatelas de político, embajador, ministro…– se le antojan imperdonables ahora. Tiene razón.
Es la melancolía de un tiempo, aquel de antes de las tempestades, que disparaba la nostalgia de Talleyrand: su lástima, también, hacia quienes no lo conocieron. Pero es, en Chateaubriand, igualmente la añoranza de la desmesura propia a tiempos en los cuales se borró el sosiego y aun el ritmo acotado de las horas. 1789. Los días que, en su velocidad, disparaban vértigo de siglos, cuando decirse «adiós», al final de cada jornada, era fundada sospecha de estar diciendo «hasta nunca». El tiempo que hace saltar el muelle de los relojes: cuando «el género humano se pasea de vacaciones por la calle, desembarazado de pedagogos».
Pero, poco a poco, el ruido va retornando. La luz de azul y cuarzo se deslíe en los pringosos afanes de la calle madrileña. No hay tiempos mejores que otros, me digo. Y, sin embargo, los hay menos ignorantes. Menos brutales: porque el retorno a la bestia está siempre al acecho y de él sólo nos protege la tan tenue armadura de los libros. Objetos que son ahora arqueología, en un mundo que se reivindica analfabeto. Y que legisla planes de enseñanza cuyo primer objetivo es abolir para siempre esa práctica de riesgo que es la lectura. Los tiempos vencen, las sociedades caducan y, al fin, mueren. Como todo. «Me visteis en medio de mis sueños; me veréis ahora entre mis realidades».
¿Cómo era la boutade de Talleyrand? –«Aquel que no haya vivido los tiempos de antes de la revolución, no sabrá nunca lo que fue la dulzura de vivir»: Bernardo Bertolucci la utilizó como exergo de su mejor película. ¿Cómo es esto de ahora? –Aquel que no vivió el tiempo de antes de las leyes «de educación» del último medio siglo no sabrá nunca lo que fue la dulzura de una biblioteca. Pocos vamos quedando ya que podamos recordarla.