La guerra de los niños
Fueron dioses infantes. Son cadáveres que andan. La vida es dura, queridos niños viejos
¿Hay algo más triste que un niño viejo? ¿Y más perverso?
Los de la señora Díaz fuerzan las cerraduras parlamentarias de los de la señora Belarra y les tiran sus cosas por los pasillos: «¡Desocupando, queridos fieles de los reyes caídos, no hay sitio aquí para devotos de Montero-Iglesias!» Belarra se enfada mucho y llama a la poli. Tiene motivo. Es la guerra de los que aún se creen niños y como niños se comportan. ¿Existe algo más cruel que un niño viejo? ¿Algo más cómico que un agitador que suplica auxilio a la policía?
Los veo hacer lo que siempre escribí que harían y casi me da pena lo caducos que andan. Era todo tan evidente, desde aquellas primeras singladuras en la Puerta del Sol, cuyas tiendas de campaña tanta gracia hicieron a quienes no los conocían… Y tanto parecieron desolar a quienes, menos ingenuos, los temían seriamente peligrosos. Quienes hubimos de asistir a sus primeras piruetas de párvulos vanidosos en las aulas sabíamos cuál era su destino. No había que mover un dedo frente al alborotado patio de colegio llamado Podemos. Estaban disfrutando del recreo: era su momento angélico. Sus profesores sabíamos lo que vendría luego. Lo de ahora: el recíproco asesinato.
Los habíamos visto, ya en las aulas, darse de cuchilladas por la primacía en la manada. Un viejo aserto maoísta de los sangrientos años de la Revolución Cultural Proletaria aseguraba que «el Partido» (la mayúscula está aquí exigida) «se fortalece dividiéndose». Esto es, «depurándose». Y que, frente a la superstición burguesa de que convenga reagrupar a «dos en uno», no hay más consigna revolucionaria que la que impone que «uno se divida en dos». Aquellos chicos avispados –penene ya alguno, los más rabiando por serlo– sacaron la conclusión que esa lógica imponía: «Uno asesina al otro». Para hacerse con un poder que «no se comparte». En el curso de la divertida rebatiña en asambleas y manifestaciones, un pintoresco maestro de la cuchillada en la tripa logró quitarse de en medio al resto de sus competidores. E inició su decenio prodigioso.
El Gran Timonel complutense no tuvo el menor escrúpulo en ir colocando a sus sucesivas parejas como número dos de su banda. Nada muy nuevo: siempre se hizo así en todas las sectas del último siglo, todas las cuales llamaban, exactamente igual que él, a «lanzarse al asalto de los cielos». Cielos a los que, invariablemente, accedían los proféticos líderes, junto a sus cónyuges, por vía fulgurante. El Gran Timonel guardó para sí los cargos mejor pagados. Cuando una pareja cesó en su estatuto, pasó de la primera fila del Parlamento, al invisible último escaño detrás de una columna. Hasta que fue borrada del todo. A la nueva, la sentó a su vera en el Consejo de Ministros como vicepresidenta. Sin rubor alguno. Y ambos, de consuno, fueron apuñalando a todos los viejos amiguetes del cole. Se estaban haciendo viejos, porque el tiempo no perdona a nadie, y porque el oficio de killer desgasta mucho: tanto física como psíquicamente. Pero seguían viéndose como críos luminosos. Desplegaron su juego con gran eficiencia, eso sí: sólo cadáveres alrededor. Y ellos. Pero no, no estaban intactos.
Algo, que nunca ha explicado nadie, llevó al Gran Timonel a salir de su Vicepresidencia. La lógica parental parecía imponer a la cónyuge en funciones como heredera del trono. La cónyuge fue menospreciada. Y el Profeta madrileño cedió su trono a una Profetisa gallega, hilarantemente sobrevolada por áureos tirabuzones de bote, a la que todos conocían como enemiga mayor de la regia pareja. Después, vino lo que vino. Tan freudiano como es siempre el código de acero de las sectas. La masacre.
La heredera fue acuchillando, uno a uno, una a una, a las piezas mayores y menores de la salvífica familia. Hasta hacer con ellos/ellas exactamente lo que ellas/ellos habían hecho con quienes habitaron aquel primer campamento de scouts en la Puerta del Sol: la basura, al cubo de la basura. ¿Y es que alguien puede sorprenderse de eso? Fueron dioses infantes. Son cadáveres que andan. La vida es dura, queridos niños viejos. Que la poli os lo apañe: vuestras preciosas carpetas se apilan por los pasillos.