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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Sin corrupción, no hay partido

Todo lo que se roba en el nombre de un partido y para financiarlo, se roba en el nombre del Jefe

Actualizada 01:30

Conocemos los nombres de unas cuantas bandas de delincuentes en los estratos más altos de los partidos políticos. Presuntos, por ahora, los Ábalos, los Koldo y sus socios en la banda. Conocemos también a quienes les llenaron el bolsillo. Colegas siempre en el caudillaje de su sociedad de mutuo beneficio. De otro nivel. Los Armengol, los Illa ahora. Como antes, allá por los lejanísimos noventa, hubo el clan de los Sala, Navarro, Álvarez, que había recaudado todo lo recaudable durante los años González. Y cuyo saqueo fue judicialmente condenado en 1997.

Y, sí, puede que sea consolador fingir que ésta es tan solo una variedad moderna del eterno juego, mediante el cual unos sinvergüenzas se embolsan el dinero que otros sinvergüenzas sacan del bolsillo del incauto contribuyente. Y que todo se limita a la fatal infiltración que entidades virtuosísimas, los partidos, sufren a costa de los especímenes más repugnantes de la especie. Con gente mala, puede uno darse de bruces en todas partes, nos dirán si son pillados. Bastará, continuarán, con depurar a tales tipos y la virginidad del colectivo quedará restituida. Puede que sea muy consolador, para quien tenga el nivel neuronal que tragarse ese cuento de hadas y brujas exige. Pero el ciudadano que posea tan sólo un cerebro adulto sabe que es mentira.

El pecado original de los partidos políticos españoles es su ley de financiación. Y ese pecado es irredimible, mientras no se retorne al punto cero. Esto es: mientras no se reduzca la mastodóntica dimensión de entidades que, carentes de productividad alguna, mueven cantidades inmensas de dinero, cuyo origen está, en su mayor parte, injustificado. Y cuya enorme plantilla vive de la sopa boba que el ciudadano paga.

¿De dónde sale ese dinero? Durante decenios, los constructores han sabido –no hay uno que no te lo cuente en privado– cuál era el porcentaje que debía pagar en cada zona de España, a través del concejal de urbanismo correspondiente, para que un terrenito fuera recalificado y pasara, así, de valer cuatro duros a transmutarse en fuente milagrosa de opulencia inmobiliaria. El concejal, por supuesto, pasaba ese dinero a su partido, que era quien daba el visto bueno para la operación. Por el camino, naturalmente, el concejal se llevaba su porcentaje del porcentaje: a fin de cuentas era él quien había corrido con esfuerzo y riesgo. Mordida a mordida, se han forjado así fortunas notables en opacos paraísos fiscales, a nombre y beneficio de sujetos a los que no se les conoce más actividad laboral que la de doblar el espinazo graciosamente ante el caudillo de turno. El caudillo, a cambio, se iba forjando con ese capitalito una fortaleza política inexpugnable.

Nadie piense que esto de ahora es distinto. Ábalos, Koldo, Illa, Armengol –y los que vayan saliendo, que no serán pocos– cumplen el mismo protocolo que cumplieron los delincuentes y contables del PSC que articularon la trama Filesa. A fin de cuentas, una de las muchas mangancias a través de las cuales un partido político, especialmente bien blindado frente al escrúpulo ético, acabó por convertirse en ese enorme conglomerado financiero que es el PSOE: fue partido un día, es hoy empresa; le va bien. Ha alzado un artilugio económico lo bastante poderoso para poder afrontar la voladura de la nación como precio aceptable a cambio de su beneficio. No es poco éxito.

Nada se hace, en una entidad financiera así, sin conocimiento y plácet del Jefe Supremo. Si alguien pensó alguna vez que González o Guerra eran inocentes de lo que los de Filesa robaban, es que su ingenuidad va más allá de lo angélico. Todo lo que se roba en el nombre de un partido y para financiarlo, se roba en el nombre del Jefe. Y, por supuesto que los carteristas que ejecutan la operación se llevan su parte. Es lo justo. Ellos, al menos, arriesgan algo. El Jefe es impunible. Sin corrupción, no hay partido.

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