Sánchez votó BNG
El independentista BNG tomó anoche formalmente el relevo como partido de Pedro Sánchez en Galicia
El líder de un partido minoritario gobierna España. No hay –no ha habido– una sola situación equivalente en la reciente historia de la Unión Europea. Que ningún partido posea mayoría absoluta no es ningún drama. Tejer un gobierno de concentración nacional resulta, en tales circunstancias, una medida saludable. Sin más. Sus posibilidades de sacar a un país de la estacada serían tanto más amplias, cuanto más reposara ese gobierno sobre los pilares de los partidos mayoritarios. Lo cual, por supuesto, exige dejar al margen las grandes proclamas ideológicas y centrarse en las medidas prácticas que permitan salir con rapidez del atolladero.
La anomalía española ha venido marcada, en los últimos decenios por una poco edificante realidad: en España, las siglas que compiten por el voto no designan partidos; designan bandas. Y esas bandas sólo aspiran a aniquilar al otro, en el cual no ven nunca un adversario, sólo un enemigo que puede disputarles tangibles privilegios. Antes de perder un átomo de sus beneficios, un político español, cualquier político español, está presto a hacer volar todo el sistema por los aires. Porque el sistema que un político español anhela salvar no es otro que el saldo de su cuenta corriente.
La locura extrema a la que Sánchez ha llevado esa lógica era de prever. Desechado, por principio (llámenlo, si prefieren, por «burricie»), el modelo de la amplia coalición, que tan excelente resultados diera en Centroeuropa cuando fue preciso, Sánchez jugó primero a comprar al contado –pagando en ministerios– a pequeños movimientos populistas. Una pandi de nulidades: todo el mundo lo sabía. Óptimos, pues, para su propósito: nadie, jamás, podría convertir a los de esa cuadrilla en competidores serios del señor del PSOE. Ni de nadie. La operación salió bien, hasta que la chiquillería podemita empezó a apuñalarse en rebatiñas de patio de colegio. Sánchez se compró después –y pagó en indultos y pagará en amnistías– a los golpistas catalanes de 2017. No le importó el riesgo de que los independentistas, así potenciados, acabasen –como han acabado– por barrer a sus conmilitones del PSC. Importa la Moncloa. Si hay que pagar disolviendo el partido en Cataluña, se paga. Sin remordimiento.
Ayer se jugaba en Galicia la penúltima partida. La próxima tendrá lugar en el país vasco, cuando Sánchez promocione a Bildu para barrer a PNV y PSOE. Unido al previsible éxito de un Puigdemont que, con la superviviente ERC como humillada acólita, podrá pulverizar a los socialistas de Illa. De haber salido bien la hipótesis completa, hubiera quedado cerrado el gran bloque de poder para la España que viene. En su momento, se acuñó para él el palabro «GALEUSCA», esto es, un frente de independentistas gallegos, vascos y catalanes, que esta vez hubiera tenido atado de pies y manos a un gobierno español sin más soporte que el que esas tres «futuras naciones» tuviera a bien imponerle. Ese día, habría terminado la nación española tal como la conocemos. Nos adentraríamos en territorio ignoto. El fracaso del primer movimiento, ayer, en Galicia deja en el aire todo.
Pero, aunque ese primer golpe haya fallado, es de básica sensatez analizar su lógica. Vamos a verla repetirse, como única estrategia para prolongar la presidencia sanchista. No asistiremos, desde luego, al imposible intento de ganar las sucesivas elecciones, en las que los socialistas están llamados a la marginalidad. Su esfuerzo será impedir, a todo coste, que el otro partido «nacional», el que lidera Feijóo, pueda ganarlas. Y ese envite impone una exigencia: impulsar la victoria de movimientos independentistas, en los cuales el PSOE ha delegado ya sus últimas hegemonías locales. El independentista BNG tomó anoche formalmente el relevo como partido de Pedro Sánchez en Galicia. Es el principio sólo.
¿Es astuto el cálculo del presidente? Para conservar su domicilio en la Moncloa, sí. Nadie lo dude. Aunque tiene un precio. Que le tocará pagar a su partido: diluirse en nada. Será el último y supremo logro del «icono Pedro Sánchez». No está mal. Gracias, «presi».